¡VIVA EL PARO!
Bogotá, Colombia
Les decimos marchas, paros, plantones, movilizaciones, mingas, protestas, ¡protesta social!
Si suceden en la capital, nos juntamos y arengando caminamos casi siempre rumbo al centro administrativo de la ciudad, al corazón colonial, a la Plaza de Bolivar. Allí gritamos y gritamos, vestimos al elegante Bolivar de bronce con banderas, capuchas, pañuelos, lienzos. Luego alguien hace volar una piedra, una molotov o directamente un gas lacrimógeno aterriza en el suelo y, entonces corremos, aguantamos y volvemos a correr hasta que no queda ya nadie, hasta que alguien cae herido, hasta que uno es asesinado.
Les llamamos marchas, y las hay en todas partes, lo sé. También en muchos lugares terminan con personas asesinadas a manos de los agentes que, investidos con el poder que les dimos, juraron protegernos. Lo sé.
Hay marchas silenciosas, enlutadas. Las hay de estudiantes, de profesoras y profesores; las hay de obreros y obreras, de indígenas, de víctimas de las guerras, de trabajdores de la salud, de gente sin trabajo, de gente que trabaja en “el rebusque”. Las hay festivas y estruendosas. Las hay de quienes no quieren terminar una guerra negociando un acuerdo entre las partes involucradas. Las hay en apoyo a criminales. Las hay llorosas y tristes, rabiosas e incendiarias. Las hay en callecitas pequeñas, en barrios populosos, en carreteras, en las montañas y en la selva. Las hay de cultivadores o cosecheros de plantas consideradas legales como la papa o el café, y de otras consideradas ilegales (de uso ilícito) como la coca. Las hay de mujeres, de hombres, de personas que no creen que el mundo –los mundos– este poblado solo por hombres y mujeres. Las hay de comunidades indígenas, de comunidades negras. Las hay de reclamantes de tierra, de buscadores de sus desaparecidos, de quienes desplazados por la guerra quieren evitar el desalojo del lugar que encontraron para volver a plantar la vida. Las hay exigiendo derechos laborales, ambientales, habitacionales, sexuales, identitarios, políticos. Las hay en solidaridad y en comemoración. Las hay contra un gobierno, a favor de un gobierno. Las hay para exigir que se detenga la guerra, el secuestro, el estallido de gente por minas sembradas como maleza en el campo. Hay algunas que, acumulando fuerza y muertos, consiguen exiliar a un ditador. Otras, dicen, parecen el preambulo de una revolución. Las hay dirigidas contra las fuerzas de seguridad del Estado: contra el ejército, contra la policía. Las hay con muertos, con muchos muertos, como en 1954 o en 1977, o como la noche del 9 y el 10 de septiembre de 2020, cuando la policía, la institución misma en manos de algunos de sus funcionarios, asesinó en Bogotá y Soacha al menos a 10 personas que se manifestaban en contra justamente de la violencia policial, de su comportamiento similar al de pandillas sin regulación, con su “dios y patria” que parece encubrir la violencia y la corrupción de una institución que no solo aquí, requiere ser re-imaginada, re-organizada.
En Colombia les decimos marchas, paros, huelgas. Hay muchas, incluso en este país donde el movimiento sindical ha sido tan golpeado y criminalizado. Aquí, las hay memorables por sangrientas. Como aquella del 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga, donde los obreros de la empresa bananera United Fruit Company resistieron durante un mes una huelga por la diginidad de los trabajadores que ni siquiera eran reconocidos como tales por la compañía estadounidense. Los jornaleros se negaban a cortar los bananos, y terminaron acribillados por el Ejército de Colombia en una cifra indeterminada que va desde los 9 muertos informados por el General a cargo, hasta cientos y cientos de asesinados según testigos que alguna vez contaron que muchos cuerpos de los manifestantes fueron cargados en el ferrocarril y arrojados al mar, otros, dicen, fueron directamente enterrados en fosas comunes que se ha tragado el tiempo y la manigua.
Hasta la promulgación de la Constitución de 1991, la invocación y uso de los Estados de Sitio se convirtieron en el instrumento más usado para ejercer la represión social. Lo excepcional entonces, se convirtió en permanente para los distintos gobiernos: con los Estado de Sitio se restringían derechos y libertades en beneficio de la “seguridad nacional” y se reforzaba la autonomía de las Fuerzas Armadas. Tras la Asamblea Constituyente, la estrategia cambió y se normativó el uso de la policía en las manifestaciones. El ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios), fue creado de forma “transitoria” en 1999 dentro del proceso de modernización de la fuerza pública promovido por el Plan Colombia, el espinoso y cuestionable acuerdo bilateral entre Colombia y Estados Unidos donde este último, entre otras cosas, invierte en ayuda militar para librar “la guerra contra el narcotráfico”.
Colombia es un país que lleva décadas imbuido en un conflicto armado con varios ejércitos en pugna y con una política que fue endureciendo su discurso antisubversivo donde cualquier manifestación de descontento social es criminalizada y vinculada irremediablemente con actores armados, terroristas, infiltración de la guerrilla, el comunismo internacional y otros fantasmas.
Según varias organizaciones, a partir del 2010 aumentaron las movilizaciones y manifestaciones en Colombia y, en sintonía, se amplió el pie de fuerza y se ampliaron también las penas para delitos conectados a la protesta social. Fueron marchas de estudiantes (2011) paros de cafeteros (2013) paros campesinos en diferentes lugares y, finalmente, el Paro Nacional Agrario (2013).
Durante estas movilizaciones aumentaron las agresiones por parte del ESMAD y la policía, hubo más lesionados, más muertos, más personas judicializadas. Ese año, el 2013, fue un pico en la historia de las protestas sociales en Colombia y también lo fue del uso de la violencia para disolverlas. Durante ese año, ya muchas personas teníamos en el bolsillo un teléfono celular y, de repente, la violencia de la policía empezó a circular en internet, eramos quienes estabamos en la calle los que informábamos, no la tele ni los grandes periódicos. Tuvimos entoces las pruebas y evidencias que las marchas cocaleras de los noventas, las de los trabajadores bananeros de los 20s o las estudiantiles de los 70s no tuvieron a su disposición.
Con la referencia fresca de movilizaciones efervecentes en el continente como las que estallaban en Ecuador, en Chile, en Haití, además de otros lugres del mundo, el 21 de noviembre de 2019 una enorme manifestación se tomó las calles de varios lugares de Colombia. Se exigía una reforma laboral; una reforma pensional; una negativa al holding financiero; el cumplimiento cabal de los acuerdos para la terminación del conflicto firmados con la antigua guerrilla FARC; el cumplimiento de acuerdos previos adquiridos por el gobierno con actores políticos como estudiantes, profesoras, sectores campesinos, organizaciones indígenas; se pedía la protección ambiental de los ecosistemas de páramo; la disolución del ESMAD y la reforma a la Policía Nacional, se exigía esto y más, se exigía todo y las exigencias llegaban desde muchos sectores, incluso aquellos que nunca consideraron la protesta social como un camino de participación política.
Para el día siguiente de aquella primera jornada de Paro Nacional se decretó “toque de queda” en Bogotá, una medida que no había sido impuesta desde hace más de cuarenta años. A pesar de las noticias falsas que sembraban el terror sobre lo que ocurría en Bogotá y Calí, la gente no abandonó la calle en los días siguientes, se hizo visible la participación de nuevos colectivos y sujetos que parecían estrenar algunos de sus derechos, incluido el derecho a protestar para exigir la garantía y satisfacción de los demás. El 23 de noviembre murió asesinado por un impacto en la cabeza el manifestante Dylan Cruz, la víctima número 34 del ESMAD en sus 20 años de existencia “temporal” según lo recopilado por Temblores ONG.
El gobierno cerró entonces los pasos fronterizos con Ecuador, Venezuela, Brasil y Perú. Se decretaron toques de queda y ley seca. Se habló de vándalos, de terroristas, se dijo complot internacional, se dijo Chile, se dijo Venezuela, se dijo guerrilla. Y mientras tanto la gente siguió en la calle, incluso en sectores donde las movilizaciones estaban tácitamente vedadas como los barrios boyantes de las grandes ciudades. Hubo cacerolazos, bailes, marchas, conciertos. Arribo la ya legendaria Guardia Indígena, la Guardia Cimarrona; hubo tamboradas, yogadas, velatones y punketones; hubo clase a la calle, hubo asambleas barriales. Hubo balas, lacrimógenas, hubo golpizas, hubo piedras, fuegos y molotov. Hubo buses quemados y saqueos. Hubo grupos de estudiantes que a cara cubierta reivindicaron la defensa de la manifestación desdeñando el uso de cualquier forma de violencia; "primera línea" se hicieron llamar y desfilaron por las calles con escudos, tenían propósitos defensivos, no ofensivos, decían mientras invitaban a la gente a seguirlos antes de que el ESMAD disoloviera las concentraciones con sus disparos.
Hubo muertos. Un soldado que en sus redes sociales dijo estar de acuerdo con el paro, terminó suicidandose al parecer por las presiones que recibió de sus compañeros de uniforme. Un estudiante murió por la explosión de una “papa bomba” que manipulaba. Hubo cientos de heridos y detenidos. Hubo procesos disciplinarios e investigaciones abiertas por abuso de autoridad e irregularidades en procedimiento. Todo esto hubo y transcurría noviembre. Pasaba diciembre. Llegó enero y febrero. Ya marzo, la movilización convocada para el 25 de ese mes se suspendió, todo por un tiempo se suspendió cuando el virus que mataba primero en China y luego en Europa arribó a América.
El 8 de septiembre de 2020 en los celulares vimos los momentos previos al asesinato de Javier Ordoñez en manos de unos policías en Bogotá. Lo que vino después fue una vez más la gente en la calle, esta vez con tapabocas y más rabia que antes. Los gritos, como en Minnesota, eran contra la policía. Según la ONG Temblores, Javier Ordoñez no era la primera víctima del año, desde el 25 de marzo, día en que se declaró la cuarentena nacional, hasta el 7 septiembre de 2020, iban al menos 9 personas muertas en manos de la policía, por sus balas, por sus golpes. Asesinados en Cauca, en Cesar, en Valle del Cauca, en Cundinamarca, en Nariño, en Bogotá.
En las manifestaciones sucedidas el 9 de septiembre para protestar contra la violencia policial, al menos 10 personas fueron asesinas por miembros de la Policía Nacional y entre los cientos de heridos, al menos 75 son heridos por balas de armas reglamentarias de la policía.
Las llamamos marchas, movilizaciones, protesta social. Las hay en todos lados, lo sé. Les llamamos homicidios cometidos por agentes del Estado. En muchos lugares sucede, lo sé; pero sucede aquí, en el país de las masacres, en el país de la guerra que no para ni siquiera tras un “acuerdo de paz”, en el país donde diariamente se asesinan a líderes y liderezas sociales.
Se llama Colombia y casi siempre duele, lo sé.
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