REVUELTA POPULAR EN CHILE
III: Capuchas en el territorio conquistado
Santiago de Chile, Chile
El calor era seco, la cerveza abundante, helada. El cielo, despejado. La luz fortísima, amarilla, dura. La sombra compacta que proyectaba el enorme edificio junto a la Plaza estaba henchida de gente que en bloque se movía siguiendo su desplazamiento para escaparle un poco al sol. La ropa, era poca, y las poleras no solo estaban sobre los torsos, también se les veía anudadas detrás de las cabezas, a la manera de turbantes. Ojos había muchos, miraban inquietos y a veces sonreían, algunos detrás de lentes que según los vendedores consiguen detener los perdigones que habían empezado a disparar a nuestras caras. Otros ojos estaban enmarcados por mascarillas quirúrgicas, por bandanas, pañoletas, capuchas y máscaras antigás, aunque en aquel entonces, por la cabeza de nadie pasaba que, algunos meses después, ad portas del plebiscito por el cambio de la constitución, un virus se diseminaría por el planeta dejándonos encerrados, solos, asustados, a merced de unos gobernantes en los que no confiamos y, con las caras cubiertas. Pero, en aquellos días de primavera en Chile, no cubríamos nuestras caras para evitar una enfermedad que al parecer nos escupimos unos a otros, no, era por el gas venenoso que nos lanzaban, por el agua envenenada con que nos empapaban y, sobretodo, porque nos declarábamos rebeldes, anónimos.
Lo cierto, es que aquello fue como suele ser. Como hemos visto por la tele debajo de titulares que dicen Hong Kong, México, Haití, Colombia, Ecuador, Cataluña, Francia, Bolivia, Líbano, Irán, Irak, Estado Unidos. Fue como ha sido antes y será después en las calles, aquí mismo y en tantos otros lugares:
Una turba furiosa se abalanza a la calle como quien de golpe recuerda algo esencial que había olvidado. La rabia, que es el vehículo de su memoria, le trae la certeza perdida: que eso que llamamos espacio público le pertenece, es suyo, como todo lo que pisa, todo lo que toca e incluso, todo aquello que no pisará jamás, que no disfrutará jamás. De todo eso, de repente, la turba furiosa se percata, recuerda lo que le fue robado con el argumento del accidente que implica nacer siendo quien es, en aquella casa, en aquella familia, con aquella piel. La turba recuerda también que aunque todo es suyo, probablemente nunca consiga pisar una universidad, nunca le paguen justamente por su trabajo diario, y si todo sale más o menos bien, morirá siendo un anciano miserable que aunque trabajó ininterrumpidamente por décadas, no tendrá dinero para comer lo suficiente y para curarse de esas enfermedades que tarde o temprano llegan.
Esa multitud que recuerda, también destruye. Destruye símbolos vinculados a su ira, lo destruyen todo. Y mientras los dueños de los comercios se resguardan, rápidamente los tipos de uniforme y armas, que pegan y castigan, salen a poner orden, luego se les va pasando la mano, ¡pero es que son muchos los desobedientes! así que salen otros mejor uniformados, mejor armados y suena un grito de guerra, casi siempre escupido por un tipo con el cargo más alto del “fundo”, el patrón-presidente grita:
Guerra, Orden, Patria.
La turba, embriagada de su reciente recuerdo, se arroja a la calle y es como si juntos, los cientos y los miles dijeran: lo recuperaremos todo, aunque nos tardemos generaciones, pero lo cierto es que esperamos conseguirlo en unos pocos días. Con el pasar de esos días parecen decir: está bien, nos tardaremos más, aguantaremos algunas semanas; luego, juntos en la calle más de un millón de personas parecen decir: resistiremos meses si es necesario.
Y el saber todo aquello de pronto, inviste a la turba de un poder y una belleza que a los que ordenan y castigan, les aterra y enfurece. Porque sí, a veces intimida mirarlos, verlos moverse osadamente como un solo cuerpo, gritar como posesos sabiendo que lo hacen de aquella violenta manera porque lo pueden arriesgar todo, que no es tanto, porque no tienen nada más que perder.
Y la tele –siempre así, donde quiera q sea– dice saqueos, dice vándalos, también dicen terroristas, extremistas, violentistas, dicen izquierda internacional, dicen complot, llegan a decir, incluso: aliens, invasión. Dicen, los opinadores de la tele y la radio y el internet, que aquellos rabiosos de rostro cubierto son siempre infiltrados, siempre sujetos ajenos a la protesta que aprovechándose de la confusión quieren sacar partido. A veces entre la misma turba hay quien dice que aquellos son de los otros, que los encapuchados son siempre enemigos disfrazados que buscan desacreditar su lucha, cualquiera que sea esa lucha. Y a veces, al parecer sí suelen ser agentes de las fuerzas del orden legales y, a veces ilegales, que vestidos de paisanos estimulan la violencia, se meten en un supermercado, encienden un fuego. Son los mismos que lanzan gente a un comercio en llamas, seguramente muertos ya. Sí, a veces pasa. Pero negarse a creer que la rabia sea expresada con violencia, que “uno de los nuestros” saquee, robe, queme, parece ser una dificultad para quienes luchan de otras maneras: los que gritan, cantan, caminan en silencio, se juntan en asambleas, se toman los espacios públicos y dialogan para buscar caminos de unión o de salida; aquellos que así luchan, a veces, igual que los opinadores, se niegan a reconocer en la forma de expresión de la rabia de otros su misma rabia.
Entre una nube espesa se alcanza a atisbar un bloque compacto de cabros (jóvenes, en chileno). Están encapuchados y parapetados tras una estructura metálica. Avanzan, despacio pero resueltos. Tras ellos, un grupo más disperso se mueve inquieto. Uno sostiene por encima de su cabeza un alto parlante del que sale confuso, entre sirenas y estallidos aquello de “…a otros dieron de verdad esa cosa llamada educación…”
Banderas mapuche y chilenas se agitan al fondo, como levitando sobre una barricada lejana. Tras los chorros de agua envenenada se mueve pesadamente “el guanaco”, el auto hidrante blindado que avanza como quien pretende embestir al grupo compacto que aguanta, aguanta hasta que dos o diez, bajo la presión del agua, dejan caer la estructura metálica y se repliegan.
Y el coro multitudinario canta alargando las letras:
“Piñeeeeera, concha e tu maaaaadre, asesiiiiino, igual que Piñocheeeeet”
Una línea de antenas satelitales, señalética, trozos de barriles metálicos con símbolos mapuche dibujados, con letras que juntas dejan leer: ACAB, avanza. Tras los escudos vienen, dobladas las espaldas, cabros y cabras piedra-en-mano-rabia-en-boca. Justo al frente ya avanzan, decididos, los tipos de uniforme. Se les alcanza a ver tras los carros blindados; van de verde, con armaduras, cascos de guerra, armas largas. A sus pies, sobre sus escudos, caen piedras voluminosas. Uno de los uniformados recibe de su compañero, que lleva un bolso de tela, el proyectil, lo inserta en la recamara del fusil, apunta a la multitud, ligeramente por sobre sus cabezas, pafff. La bomba cae, gira y la nube se expande. De repente, un cabro largo y delgado, cubierto como un astronauta de barrio, se acerca a toda carrera sosteniendo un bidón de agua, caza la bomba, la ahoga, se la lleva consigo y entre aplausos desaparece. Los cabros vuelven a agruparse, entre ellos uno extiende el elástico de la onda lo que da la longitud de su brazo, mira por encima de la máscara de gas y hace volar la piedra. Al grito de: vieeenen vieeenen, pacooooos culiaooooooooooosss, que es lo mismo que decir “vienen los tombos hijueputas” o “ya se acercan los policías”, el enorme grupo echa a correr. Gente-cámara-en-mano resiste en su lugar y continúa mirando, en el visor y en los celulares, aparece el zorrillo con su nube de gas y, detrás, viene la infantería de verde, escopeta en mano. Los pacos toman posición donde antes estaban los cabros, se arremolinan en una esquina, uno pone el ojo en la mira de la escopeta, el dedo en el gatillo, y puff, puff salen despedidos los perdigones.
Entre la masa de gente que ha vuelto a acercarse empiezan a levantarse manos sostenidas casi contra la mejilla, aguzan la puntería y la línea láser verde que de cerca se ve como un camino de partículas inquietas, va a dar a los ojos de los pacos, a las ventanas del zorrillo, a los helicópteros que siempre sobrevuelan calculando dónde estamos, cuántos somos.
Vuelan piedras entre el aire agrio. Alguien baila, otro, con una cruz dibujada con plumón en su mochila grita: “bicarbonato bicarbonato” mientras rocía la cara de todo el que se acerca.
El grupo de cabros vuelve a juntarse y, tras los escudos, avanza. Puff puff, otra vez halaron el gatillo y el grupo entero, con precisión coreográfica, se agacha, vuelve a erguirse, dos pasos, puff puff, doblada la espalda avanzan dos pasos más, vuelven a erguirse. Entre el humo y la confusión un cabro con la cara encharcada en sangre sale conducido por otros dos con casco y cruces dibujadas. Una pequeña bola de fuego que gira por el aire y va a estrellarse en el techo del guanaco, durante unos segundos lo hace ver envuelto en llamas. Gritos de júbilo, aplausos, desborde de alegría. Los pacos se repliegan y la gente que no lanzará una piedra, ni cazará una lacrimógena, aprovecha la corta tregua para cruzar la calle y acercarse al territorio conquistado. Más allá, en el parque, en la plaza, en la vereda, con mazos y martillos cabros y cabras levantan los adoquines y trozos de asfalto, los pasan ordenadamente de mano en mano, se juntan los “camotes” en una bolsa, que otro cualquiera conducirá hasta allá donde el humo es telón de fondo del enfrentamiento.
Los de uniforme, exhibiendo su sonrisa como dejan ver en fotos y videos, disparan a las cabezas, las rompen, hacen estallar ojos por cientos, meten bolas de metal en los cuerpos. En pequeños grupos se lanzan como insectos blindados a atrapar a cualquiera, al que corre más lento, al que se quedó rezagado, al que se tropezó y todos a la “cuca”, detenidos por miles, muchos de los cuales son solo cabros, niños niñas, o al menos eso consideran los dueños de la patria: que son niños para participar en la toma de decisiones sobre el destino de su país, sobre su propio destino, pero no lo son para estar detenidos, solos.
En el territorio conquistado, que podía ser Plaza Dignidad, o cualquier otra plaza rebautizada de Chile, cualquier calle de población, cualquier gran avenida, suena un gutural “paco culiaooooo hijo de la maraaaaca”, después alguna consigna más reposada por allí, un grito furioso allá, otro garabato aquí y, van quedando como hilachas las palabras clave que se repiten en cada esquina, en cada pequeño grupo de personas:
Renuncia, Piñera, Pinochet, AFP, Salud, Pensión, dignidad, vivienda, 30 pesos, 30 años, ¡30 años!
Y mientras se camina bajo el sol, en aquel territorio conquistado, suena como un mantra: “Despertooooooó, despertooooooó, Chile despertoooooooó", y decir “despertó”, es como decir “recordó”.
Unos metros más allá, andando en cualquier dirección, suena o se lee un “Tengo la rabia de mi vieja, no su miedo”, y dos cuadras más arriba o más abajo, la multitud rebota a ritmo de “el que no salta es paco” y allá, en una esquina, caras de ojos encharcados cantan aquello de “…La Luna es una explosión, que funde todo el clamor… el dereeecho de viviiiiiir en paaaaz”.
Todo el mundo lleva un cartel en la mano, una máscara en la cara, mucha rabia en la boca. Y las paredes son una prolongación de esas caras y esos carteles: dibujados, hay niños desafiantes con hondas, abajo se lee “Rebeldía popular”. Al lado otra serigrafía ilustra un encapuchado que se preparaba para lanzar una piedra “No abandonamos la calle”. “Terrorismo de Estado” se leía en otro, “te ves hermosx luchando”. “Basta de sobras, queremos la pizza entera”.
Y de repente, todos esos que están allí y gritan y cantan, van notándolo: los "descolgados", los vándalos, los lúmpen encapuchados son también de los suyos, y ponen el cuerpo para defender el territorio conquistado.
De repente, esos encapuchados ya no están al final de una marcha, malmirados. Los que antes llamaban violentistas, defienden y atacan a los de uniforme, fusil y escudo, para que los otros estén allí por cientos, por miles, sean más de un millón y puedan gritar su rabia y exigir, gracias al número, pero también gracias a la violencia, que al final tengan que ser escuchados.
Cae la noche en el territorio conquistado, el alumbrado público ha sido apagado sumiéndolo todo en penumbra. Los de uniforme entran disparando y dando golpes de luma contra cabezas, cogotes y espaldas. Uno ha muerto asfixiado entre los gases, otro cae a un agujero y muere ahogado con el agua que el guanaco no deja de escupirle.
Los cabros-piedra-en-mano aguantan tanto como pueden, ya luego corren y se dispersan y, por donde pasan van encendiendo las barricadas, van abrazándose colmados de pura emoción, de rabia, pero también de alegría y ternura por estar allí juntos. Y llegan a casa y allí también encienden fuego, y allí también hacen asambleas, y se preparan, porque el camino se ve largo y mañana, aunque la ciudad se mueve a media marcha, hay que ir a la “pega”, y después de la oficina, o la tienda, o la fábrica, ir una vez más a Dignidad, al territorio conquistado.
Después de recordar, –o “despertar”– de saber robada su dignidad, no queda más que salir a la calle a recuperarla. “Hasta que la dignidad se haga costumbre” gritarán una y otra vez, y al hacerlo es como si gritaran también aquello que algunos dijeran tras otras capuchas en los 80, durante la dictadura:
“pondremos la dignidad de Chile más alta que la cordillera de los Andes”
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