REVUELTA POPULAR EN CHILE
IV: Ojos y cruces
Santiago de Chile, Chile
Eran cientos los que caminaban. También nosotros subíamos a paso firme y, como decenas de aquellos, íbamos cámara-en-mano. Pasamos Los Héroes, pasamos La Moneda. En el visor de mi cámara una boca desencajada por un grito furioso, foto. Allá, en medio de un grupo que cantaba a todo pulmón “el derecho de vivir en paz” una niña con los ojos apretados y las lágrimas escurriendo por su mejilla, foto. Frente a una motocicleta envuelta en llamas un hombre sonriente pasa pedaleando su bicicleta, foto. Una mujer con un delantal ceñido a la cintura sostiene, como ramos de flores, banderas mapuche en una mano, banderas chilenas en la otra, a sus pies hay bandanas de colores, foto.
Al fondo, un par de calles arriba, se levantaba una columna blanca de gas lacrimógeno, apuramos el paso. Andábamos con nuestros pertrechos fotográficos, una pañoleta tapando boca y nariz, frágiles lentes de natación y unos llamativos y maltrechos cascos de equitación.
Cada dos o tres pasos: foto, foto, foto.
Sonaban disparos, estallidos de bombas lacrimógenas, cantos y gritos. Avanzamos y nos ubicamos con el parque en la espalda, nos parapetamos tras un árbol grueso como la pata de un gran animal que alcanzaba a resguardarnos a cuatro o cinco personas, y tras nosotros otros se enfilan para también quedar cobijados por el tronco.
En medio de la alameda un hombre agita una bandera tal vez más grande que él mismo, foto. Del otro lado de la calle, justo al frente nuestro, un piquete de carabineros se amontonó en una esquina, dispararon lacrimógenas que alcanzaron a envolver al de la bandera. Foto, foto. Uno de ellos levantó el fusil apuntó hacia nuestro árbol, foto, foto. Disparó: Pum, pum. Foto, foto. En el visor el fusil del carabinero aún escupía humo, él, tras su casco y su armadura, parecía cruzar su mirada con la mía, solo que entre los dos había varios metros, y un lente largo y vistoso que usaba para mirarlo así, de lejos. Sentía sobre mi brazo el del compañero que estaba delante mío, cada tanto verificaba que estuviera bien alineada a su cuerpo, justo tras el árbol. Pum, pum, continúa disparando. Asomé ligeramente la cabeza. En el visor la cara de tipo del fusil, sus ojos, foto, foto. Pum, pum. En mi frente, justo en el espacio entre el borde del casco y mi ceja izquierda sentí de repente un golpe seco, como una pequeña pero contundente pedrada. Foto, foto. Aunque hago girar el anillo en el lente no consigo enfocar la imagen en el visor, bajo la cámara y miro por encima de ella, ahora “todo” está desenfocado: –Creo que algo me dio, ¡oye, algo me dio! Sonaban gritos, más disparos, una lacrimógena estallando cerca, detrás mío la gente corría rumbo al parque. Mi compañero giró ligeramente su torso, me miró casi sin verme. En medio de la cortina de humo, él se giró un poco más y en un gesto rápido levantó un escaso centímetro el casco y me puso un beso rápido en la frente, al separarse de mí vi sus labios manchados de sangre. Alguien gritó ¡ayuda! Y yo, que solo sentía un ligero mareo, note cómo agarraban mi cuerpo, lo halaban, lo giraban, lo doblaban un poco sobre sí mismo para ir alejándolo de nuestro lugar tras el árbol. Sentía la cara mojada y, mientras iba diciendo estoy bien estoy bien, les vi aparecer corriendo, eran al menos dos, jóvenes, rápidos. Alcancé a notar un brazalete con una cruz dibujada con plumón rojo, tal vez un casco con una cruz hecha con cinta adhesiva. Tras un muro me sentaron en el suelo, sacaron mi casco de jockey mientras yo seguía abrazando mi cámara. Estoy bien estoy bien. ¡Pacos culiaos! ¡es prensa, es prensa! Unas manos enguantadas auscultaban mi cabeza mientras una voz dulce preguntaba mi nombre, lo dije sin titubeos; preguntó la fecha, octubre dije; la voz quiso saber dónde estábamos, en Santiago, en la Alameda. Limpiaron el rastro de sangre de mi cara y me advirtieron que podría doler justo antes de que sintiera yo la presión sobre mi frente. ¡Rebotó, rebotó, solo rebotó! Revisaron cuidadosamente de nuevo temiendo que el perdigón estuviera bajo mi piel, pero no, soy una suertuda cabeza dura. Pusieron algodón, gasa, me miraron con dulzura, me tocaron con dulzura.
Así son: dulces, rápidos, ágiles. Se les veía correr en medio de la gente, abriéndose camino entre el gas, el agua envenenada y la lluvia de piedras. De aquello, a mí solo me quedó una migraña y una marquita parecida a un asterisco que fue desapareciendo de mi frente. Otros tuvieron menos suerte, se fueron con la piel agujereada y con varias pelotitas de plomo, silicio y sulfato de bario recubiertas por una ligera capa de goma alojadas en la carne. En esos días de Estado de Excepción, de alusiones presidenciales a “guerra y enemigos poderosos” los heridos empezaron a abundar, contábamos muertos, y muchos, cientos, regresaron a casa sin sus ojos.
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Entre la gente y el gas fueron dejándose ver las cruces improvisadas. Y aunque también se veía a la Cruz Roja, a los Bomberos y a paramédicos del SAMU, allí, donde se disparaba y usaban piedras como proyectiles, quienes estaban no pertenecían a ninguna institución y lo único que a veces los protegía, además de uno escudos hechizos, eran las cruces dibujadas allí donde pudieran verse desde lejos.
Eran sobre todo jóvenes, algunos caminaban entre la gente con botellas con bicarbonato de sodio disuelto en agua para ayudar a los manifestantes a recuperarse de las lacrimógenas. Unos solitarios se movían entre los manifestantes auxiliando a quién podían, otros empezaron a organizarse en pequeños grupos o “piquetes” para ser más eficientes y estar más protegidos en un país donde, de repente, se hizo regular decirle a todos, incluso a desconocidos: “por favor, cuídate”
Frente a la necesidad de lugares seguros donde brindar primeros auxilios y resguardar a los heridos, además de administrar los insumos médicos, muchos voluntarios fueron coordinándose en grupos alrededor de varios puntos auto-organizados en callejones, accesos a edificios, halls de centros culturales, salas de cine. Entre los puntos fijos de atención médica y abastecimientos para las cuadrillas voluntarias que se movían por las calles de Santiago estaba Casa FECH y Londres 38, dos lugares emblemáticos para la atención de los heridos, y emblemáticas también por el oscuro pasado chileno que los envuelve. La que es hoy la casa de la Federación de estudiantes de la Universidad de Chile, Casa FECH, fue otrora utilizada por DINA, Dirección Nacional de Inteligencia, parte esencial del aparato represivo de la dictadura de Pincohet. Londres 38, que inicialmente fue sede comunal del Partido Socialista de Chile, fue después del golpe de Estado, en 1973, un inmueble utilizado por la DINA como centro de detención clandestino, tortura, y desaparición.
Entre la multitud, pequeños grupos de cuatro o seis “cabros” suelen verse correr con las manos en alto entre el humo, algunos tienen máscaras antigas y cascos de bicicleta, llevan escudos improvisados para entre los disparos rescatar a los heridos. Los cabros corren y corren, van allí donde se disparan los perdigones, donde sucede la violencia, rescatan a los heridos, les dan primeros auxilios, los sacan del caos y los llevan a los puntos de atención que otros voluntarios han ido improvisando.
Un ex bombero voluntario graduado de ecoturismo; un estudiante de medicina, otro de enfermería, una de licenciatura en matemáticas, otro de derecho, un paramédico venezolano, otro haitiano. Jóvenes que no tienen más de 25 años, y que entre la multitud que canta, que grita; entre los que desde el anonimato se enfrentan a carabineros con piedras, fueron encontrando su lugar detrás de una cruz dibujada. Uno de ellos limpiaba y suturaba, otro lo asistía mientras los otros dos sostenían los escudos para mantener a paciente y voluntarios a salvo de los disparos que no paraban. Ellos, y tantos más, han visto ojos, bocas y extremidades lesionadas por pedigones, han visto globos oculares explotar. Vieron quemaduras por gas pimienta; lesiones en músculos y huesos rotos por golpes; fracturas por atropellos de auto de carabineros; lacrimógenas que lanzadas muy cerca sacaron dientes, fracturaron mandíbulas, rompieron cabezas. Los cabros voluntarios tuvieron que negociar con carabineros para que no los atacara a ellos o a los puntos de atención, con manifestantes para que no dieran batalla cerca esos puntos y con turbas furiosas que creían que dentro de algún punto de atención ocultaban un “paco”, como suele llamarse despectivamente a carabineros. Los cabros voluntarios de las cuadrillas también fueron heridos por perdigones, rociados con gas pimienta, golpeados con porras. Al final de la noche, después de que carabineros arrasaba dejado un reguero de heridos, a algunos de los cabros se les podía ver aun moviéndose en la penumbra en busca de alguien que necesitara su ayuda.
Y es que las personas heridas durante las manifestaciones se cuentan por miles. Según las cifras de INDH (Instituto Nacional de Derechos Humanos) que solo incluyen los casos que sus funcionarios constataron en 68 centros de salud, entre el 17 de octubre de 2019 y el 13 de marzo de 2020, serían 3.838 personas heridas por acción de agentes del Estado, 3.026 de ellas solo en el área Metropolitana. Pero además de estos miles, incontables personas fueron atendidos por los voluntarios, y temiendo el acoso de los mismos funcionarios que los victimizaron, muchos nunca llegaron a acercarse a un hospital o denunciar.
Según la misma institución (INDH) 1234 personas fueron víctimas de tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes y 282 personas han sido víctimas de tortura con violencia sexual.
Al menos 34 personas han sido víctimas de homicidio frustrado a manos de agentes del Estado: carabineros, militares, PDI (Policía de Investigaciones) y gendarmes.
Con los disparos a la cara, carabineros consiguió lesionar al menos 460 ojos, 35 de esos ojos estallaron con el impacto. Dos personas perdieron la vista de sus dos ojos; uno de ellos, Gustavo Gatica, por disparo de perdigones mientras participaba en una manifestación, la otra, Fabiola Campillay gracias a una bomba lacrimógena que le dispararon mientras iba rumbo a su trabajo.
Hubo heridos, hubo cegados con violencia, hubo, según el INDH, al menos 11.389 detenidos, de esos 1580 eran niños, niñas y adolescentes. Entre esos detenidos hay denuncias de violencia sexual, torturas, tratos crueles, y uso excesivo de la fuerza.
Todo eso hubo por aquellos días, y también muertos, hubo muchos muertos. Algunos organismos hablan, de 31, otros de 34. Muertos a balazos, calcinados en incendios de fábricas y supermercados, atropellados, electrocutados, muertos a golpes, por paro cardiorrespiratorio sin poder recibir atención médica mientras carabineros seguía disparando, muerto por asfixia por sumersión mientras el “guanaco” seguía lanzando agua, muerto por traumatismos a causa del golpe certero de una lacrimógena, tras violencia sexual, muerta colgada en un sitio eriazo.
Según el INDH y otras instituciones del Estado, de esos muertos solo se cuentan como homicidios con participación de funcionarios del Estado 6 casos, 3 por parte de carabineros, uno de marinos y dos de militares. En Chile muchos temen que lo que dice la tele y los graneados informes de las instituciones y el gobierno esté lejos de la verdad, que sean más, muchos más los muertos, los vulnerados, los detenidos, los heridos y no lleguemos nunca a saberlo, a exigir verdad, a obtener justicia.
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