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  • Foto del escritorEl pez que camina

ALACHES EN LA CASA





Si la temperatura continúa en ascenso y las paredes de la casa no dejan de exhalar este vaho abrasador, estoy segura de que Luciana no sobrevivirá esta noche para rezar su rosario al alba.

Lo he vuelto a confirmar: en la alacena aún quedan provisiones para cuatro días, aunque si perdemos otro comensal, ganaremos un par de días más. Las velas del altar son suficientes para cinco noches y, si consigo dominarme, lograré llegar con cigarrillos en el delantal para el momento final.


El clima empezó a cambiar justo después de las cabañuelas. Antes de cerrar definitivamente la casa, lo recuerdo, alcancé a escuchar rumores en la calle que decían que empezaban a verse peces muertos sobre la tierra reseca del cauce del río. Hoy, veintisiete días después, parece que la casa hubiera ido a dar a la boca de un volcán en erupción. El calor es mortal. Ellos no lo dicen, nadie habla ya, pero, tras descubrir a José Manuel durmiendo desnudo sobre el suelo de cemento de su habitación empecé a sospechar que lo que nos dará muerte a lo mejor no es el visitante inoportuno, sino el maldito calor que con la casa completamente tapiada nos convierte en trozos de carne en el interior de un horno de tierra.

El primero en debilitarse fue El Gozque que siempre fue tan juguetón a pesar de su edad, y si de años hablamos, cabe recordar que ese perro y yo somos los jovenzuelos de casa, aunque a mi edad nadie, ni siquiera comparándolo con los centenarios de aquí, puede llamarse joven. El Gozque fue poco a poco abandonado su eterna tarea de seguirme a todos lados, de mover la cola frente a cada habitación y ladrar como endemoniado a las seis de la mañana con su delirio de gallo. Al cuarto día tras el cierre de la casa, el animal casi no se movía, solo lo necesario para que no coincidieran los lugares para comer y para defecar; ya ni eso consigue el pobre.


Para el sexto día, Clarita de repente se apagó sin hacer ruido, como una vela soplada al descuido por una corriente de aire. El octavo día fue Rafael, y el noveno empezó la agonía de Alberto quien en un momento parecía tan vivaracho y al siguiente solo recordaba a una babosa tendida al sol. El décimo día decidí ponerlos todos juntos en el cuarto de Clarita, que es el que está más atrás, en el fondo de la casa, y entre los sollozos generales, yo maldije mil veces por haber tenido que tapiar también el zaguán que da al solar, donde habríamos podido cubrirlos con tierra y poner una cruz aquí y allá entre la maleza.


El día aquel en que en compañía de El Gozque y con la ayuda de José Manuel cerré todas las vías de acceso a la casa, los benditos alaches llevaban ya una semana acechándonos. Primero fue solo uno, lo descubrimos revoloteando por la sala de estar, hacía esas piruetas que al principio resultan tan encantadoras. Anisóptera –gritó Alberto levantándose milagrosamente de su asiento frente al televisor. Anisóptera Anisóptera –gritaba el pobre, y todos los que aún podíamos darnos el lujo de reconocernos confundidos, nos miramos interrogándonos unos a otros hasta que el viejo de forma condescendiente señaló al alache dibujando con el dedo los círculos de su vuelo: –es una libélula, un alache azul brillante, ¿no lo ven?


Para el día siguiente ya podíamos contar al menos tres alaches que volaban por toda la casa frente a la mirada inerte de la mayoría de los viejos. El terror empezó a asomar cuando Rafael mencionó que por su tierra, allá en el pueblo de “los traga nubes”, como les llaman a los habitantes de esas calles onduladas siempre cubiertas por la neblina, los alaches eran el infalible anuncio de una visita. ¡Una visita! Sus palabras vibraron un rato en el aire estático del medio día, varios rostros se levantaron, algunas espaldas se pusieron erguidas. ¡Una visita! Esté lugar no recibe a nadie desde hace al menos tres años cuando trajeron a la última que ingresó. Rosario se llamaba la vieja de cara dulce y regordeta que sabía más palabrotas que cualquier camionero. Aquel día, Rosario hizo su entrada triunfal a la que sería su última casa, gritando y llorando como una mocosa. Mientras ella hacía su espectáculo, entraba también a la casa Carmenza de Pumarejo, lo recuerdo bien porque es el último nombre en el libro de visitas y porque en la última “o” de su apellido hay dibujados unos ojos y una sonrisa que son, por lo menos, infantiles. La señora de Pumarejo miró estupefacta a Rosario, tenía la sonrisa desencajada y el bolso fuertemente aferrado por sus garras pintadas de rojo. Rosario finalmente consiguió calmarse y tomar un té frente al televisor pero, para ese momento, la señora de Pumarejo ya debía estar a kilómetros de distancia detrás del volante de su pequeño autito; Javiera, su mamá, estuvo sentada en la sala de visitas tres cuartos de hora esperándola, luego dejó caer la cabeza sobre su pecho y roncó sin pudor.

Esa fue la última, después no habido nadie más que pase a saludar, que quiera saber si estamos bien, o si al menos seguimos con vida. El dinero suele llegar puntual, incluso hay mensualidades que a pesar de las comunicaciones que enviamos anunciando enfermedad, muerte, velorio, sepelio, no dejan de llegar sin falta los días cinco de cada mes, pero, ¿una visita? eso ya no hacía parte ni siquiera del mundo de las fantasías del viejo más soñador de la casa.

Por esos días, tras el anuncio de Rafael, algunos se animaron a dejar volar la imaginación. Clarita empezó a preguntar cada tres horas si su hijo Duván ya había llegado, Carlina se bañó sin ayuda y se puso un vestido de gala azul rey que no se quitó por cinco días. Alfonso, con algo más de compostura, ubicó su sillón frente al televisor ligeramente angulado para poder vigilar la puerta sin que pareciera que se ocupaba expresamente de ello. Yo, lo admito, envuelta en algo parecido al entusiasmo, volví a usar el uniforme, me queda algo chico, después de tanto años, pero aún así me sentía casi cómoda caminando por la casa vestida así. En medio de esa extraña emoción pasaron un par de días durante los cuales vimos aumentar el número de alaches, ahora podíamos contar cinco, seis, siete bichos que nos sobrevolaban. La esperanza de que algo bueno entrara por la puerta principal se extinguió con el ataque del primer alache. A pesar del calor, yo aún llevaba el suéter del uniforme puesto cuando lo vi lanzarse en picada contra la cara de Luciana, era uno verde esmeralda, enorme y de vuelo ruidoso, la emprendía contra Luciana una y otra vez, parecía que tratara de entrar a su boca, de comer sus ojos; ella se veía aterroriza pero no podía hacer mucho más que gemir y temblar. Yo, movida por la ira, enfundé la mano en un bolsa de plástico que estaba sobre la mesa y me lancé al encuentro con el bicho. Tras dos intentos lo atrapé y lo retuve en mi mano presionando con fuerza hasta que lo sentí crujir y deshacerse.

Después de ese día contar los alaches se volvió una tarea imposible, eran tantos y tan inquietos, que no había forma de llevar la cuenta con claridad. Pero no solo aumentaron en número, los bichos cada vez parecían más pendencieros. En medio del calor infernal los veíamos atacarse ferozmente entre ellos hasta arrancarse trozos de ala, se lanzaban en picada contra nosotros, e incluso un par de veces vimos aterrorizados como un grupo se sincronizaba para atacar en conjunto la desprevenida cabeza de cualquiera de nosotros.

Primero me empeñé en cazarlos, en compañía de El Gozque y José Manuel íbamos por toda la casa con bolsas de plástico, sábanas, camisas, lo que estuviera a mano para agarrar uno a uno a los bichos. Cuando los teníamos, cada uno se las ingeniaba para acabar con ellos: El Gozque se comió a varios, José Manuel los asfixiaba en las bolsas y luego los tiraba por el inodoro. Yo sentía algún placer oyéndolos crujir entre mis manos, como el primero. Cuando finalmente me di cuenta que la cacería era completamente infructuosa, lo decidí, no iba a permitir que entrara ni uno más. Aunque es cierto que José Manuel con sus cavilaciones en voz alta y el incidente de esa noche, tuvieron algo que ver con mi determinación. Primero fue José Manuel, mientras mantenía fuertemente cerrada la bolsa con cinco alaches dejó caer su reflexión: – la visita que viene, o son muchos, o es muy, pero muy mala. Yo contuve la respiración y casi como un acto reflejo miré fijamente en dirección a la puerta principal. Estaba paralizada, casi alcanzaba a ver en el filo del horizonte, como un espejismo, una horda de bárbaros; un ejercito blandiendo hachas y machetes; un hombre, un solo hombre acercándose lentamente, caminando como un vaquero con las rodillas muy separadas como si cabalgara un caballo invisible, venía sin prisa hacía nosotros, las manos en los bolsillos, la cara ligeramente inclinada hacia delante, se veía como un verdugo dispuesto a acabar con nosotros.


No pude quitarme de la cabeza al hombre aquel. No comí, no fumé, no vi la tele, solo pensé en él y vigilé de cerca la puerta principal. ¿Tocaría el timbre? ¿golpearía con los nudillos? ¿abriría sin más? Estaba sudando sobre mi catre cuando sentí que alguien venía por el pasillo, me levanté de inmediato y sin pantuflas me aventuré al pasillo aferrada a la pared. El Gozque caminaba junto a mí respirando ruidosamente, tras dos pasos me estrellé de frente con José Manuel. –Escuché algo caminando en el solar. “Algo” dijo José Manuel, no “alguien”, dijo “algo” pero yo supe que era el vaquero. De inmediato, ahí en medio de la noche, empezamos a tapiarlo todo. Primero, por supuesto fue el pasillo que daba al solar. Luego todas y cada una de las ventanas, la puerta principal, el agujero de ventilación de los baños y el hueco de escape de la cocina. Nada entraría a la casa. Nada va a entrar nunca más a la casa. A los que preguntaban en medio del sueño qué hacíamos en su ventana, solo les decía que eran los alaches, teníamos que deshacernos de ellos. En el desayuno lo reafirmé, se trataba de una estrategia temporal para impedir que los alaches nos invadieran, estaban enloquecidos por el calor y representaban un peligro para nosotros. José Manuel no me quitó los ojos de encima ni un minuto pero, no dijo una palabra, nadie dijo nada; algunos asintieron con la cabeza, los demás, siempre ausentes, por supuesto, no tuvieron queja. Ese fue el día uno. Hoy es el día veintisiete, somos menos, pero seguimos aquí. El vaquero no ha venido aún. Los alaches que consiguieron permanecer adentro fueron cayendo uno a uno al suelo. Si la temperatura continua en ascenso y las paredes de la casa no dejan de exhalar este vaho abrasador, estoy segura de también nosotros seguiremos cayendo uno a uno, hasta que no quede espacio para nadie más en el cuarto de Clarita.

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