El primero fue Marcel. Después mataron a Maicol. Luego el muerto fue Jair. Aquí, en esta guerra que no cesa, donde las balas vienen de todas las direcciones, salidas de armas de múltiples colores y adornadas por diversas banderas, los Marcel, Maicol y Jaires se cuentan por miles, por cientos de miles.
JAIR
A José Jair Cortés yo le llamaba El Tuerto, por aquella llamada en broma que se popularizó por redes sociales, donde una voz que pretende ser cómica llama en repetidas ocasiones a una chica diciéndole que se trata de el Tuerto. Ella no lo conoce y frente a su pregunta insistente tratando de saber con quién habla en realidad, él contesta a gritos: El Tuerto, el Tuerto. Jair, con su risa estridente, nos hacía escuchar una y otra vez aquella broma mientras andábamos por los caminos llenos de coca de la parte baja del Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera, hasta llegar al río Mataje, frontera con Ecuador.
En buena parte del territorio, que tras muchas luchas fue titulado colectivamente para las comunidades afro alrededor de la parte alta del Río Mira, hacen su vida campesinos, colonos de tez blanca venidos de diferentes regiones del país, buscándose la vida, sembraron coca en la tierra negra. En los acuerdos entre las FARC-EP y el gobierno colombiano un punto fundamental gira entono a la coca. Hay que arrancarla, han dicho. Arrancar las más de 23 mil hectáreas de coca sembradas en Tumaco para hacer cocaína. Se decidió seguir dos caminos paralelos, por un lado caminan los funcionarios para firmar acuerdos voluntarios con la gente para que sustituya su coca por otras alternativas productivas legales. Y por otro lado, camina el ejército, arma en mano, arrancando a la fuerza las matas. Aún si las comunidades afro, dueñas de la tierra, firman los acuerdos voluntarios, si quienes están asentados no acceden, se desata la guerra, como bien intuía Jair.
A Jair lo recuerdo no sólo como está grabado en mi cámara. Lo recuerdo en la cocina de su casa pasando detrás de su esposa. Lo recuerdo rodeado de niños junto al arroyo. Lo recuerdo cargando en su espalda los plátanos que nadie compra, que no hay manera de sacar de las fincas para hacerlo llegar a manos de quien quiera comprarlos. Lo recuerdo abriendo un coco y hablándole a su sobrino.
Recuerdo su voz del otro lado del teléfono:
–Aló.
–¿Sabe con quién habla?
-…
–con el Tueeerto¡¡¡
–Tuerto, ¿te vas a ir? Me dijeron que la junta de gobierno está resguardada en Tumaco por las amenazas.
–No, Tuerta, yo no me voy a ir
El 5 de Octubre del 2017, un gran grupo de cocaleros protestaba en el Tandil, una vereda de Alto Mira y Frontera. Trataban de impedir que los soldados arrancaran sus matas, su negocio, su sustento. Sobre la tierra no sólo quedaron tendidas algunas plantas, también unas seis personas muertas. Dicen los que sobrevivieron, que las balas fueron escupidas por las armas de los policías.
La junta de gobierno de los afro está del lado de la sustitución voluntaria, del lado del retorno a los cultivos tradicionales y de la vida, porque junto al negocio de la cocaína hay armas, poder y violencia. Jair, como la junta de gobierno, estaba de ese lado. Doce días después de que cayeron muertos los cocaleros en el Tandil, quien cayó fue el Tuerto.
Por los caminos del sur abiertos por la mano y el machete de la comunidad, quedo tendido el cuerpo de Jair, allá abajo en las riberas del río Mira. Dicen que fue a las 4:15pm, en inmediaciones de la vereda Restrepo. Dicen que no dio aviso a la Unidad Nacional de Protección que iría allí a ver a su familia, como insinuando culpa en sus acciones. Seguramente el chaleco antibalas, el celular y el auxilio de transporte que esa entidad le proveía como medidas de protección por el “riesgo menor” que corría, tampoco lo habrían salvado del fuego de sus asesinos.
Mataron a Jair y no es el primero. Desde que el Consejo Comunitario Alto Mira y Frontera se consituyó legalmente para ser territorio colectivo de las comunidades negras, otros cinco miembros de sus juntas de gobierno y al menos otros diez líderes veredales han sido asesinados.
Digo Jair, pero es como si dijera Francisco Hurtado, Yolanda Cerón, Armedio Cortés, Patrocinio Sevillano, Genaro García. Digo, los muertos del 2017 en Alto Mira y Frontera, pero los muertos empezaron a caer desde hace al menos veinte años.
A unos los mataron en el duro camino para lograr la titulación colectiva de sus territorios, a otros, que denunciaron vínculos entre los paramilitares y la fuerza pública, les dispararon como diciendo: habla como guerrillero, escribe como guerrillera. Otros cayeron muertos en los caminos por balas de la guerrilla mientras los dirigentes de las FARC negociaban allá lejos, en la Habana.
Jair, el Tuerto, con su machete terciado en la cintura nos habló de plátano, de cacao, de coca. Del veneno que caía del cielo y que secaba los árboles, llegaba al agua y mataba las plantas de pancoger mientras las hectáreas de coca seguían creciendo. Jair, sentado frente a su casa hablaba de las dificultades a las que se enfrente un líder en un territorio por todos codiciado. Mientras recordaba la muerte de Génaro y las disculpas que llegaron en un video, decía:
– ya cuando usted se muere, qué, ¿quién le va a compensar la vida a usted?
Digo mataron a mi amigo el Tuerto, y es como si dijera: los matan a todos, a hombres y mujeres que lideran, que defienden.
MAICOL
Según los registros oficiales, se trataba de Gratiniano, para mí era Maicol, Maicol Stiven Guevara, nombre de guerra, que en su firma, terminaba con una estrella de cinco puntas.
A Maicol lo conocí en septiembre del 2016, en el legendario territorio del Yarí, nido de historias de colonización, extensa sabana que huele a selva. Él era un guerrillero de 24 años y estaba muy armado aún, como todos, aunque ya para entonces los fusiles empezaban a verse solitarios colgando de los cambuches. Se trataba de la última conferencia de las FARC–EP como grupo alzado en armas.
A Maicol lo recuerdo como se veía en mi cámara: leyendo el periódico y fumando un cigarrillo en esa extraña calma que vivieron por aquellos días esos hombres y mujeres armados que, de repente, se volvían la atracción de periodistas y curiosos. Unos días antes de que lo mataran –un año después de nuestro encuentro cara a cara– Maicol había visto esas imágenes que están almacenadas en mi cámara y mi memoria; en un mensaje él decía que casi no se reconocía allí, que seguramente si su hermano lo viera, no creería que es él: –pero bueno, eso era yo en esa vida, ahora soy otro –escribió en el chat.
Aquella vez que lo conocí, Maicol, junto a los otros, gastaba su tiempo con calma frente a mí y, como intercambio, yo fingía estar muy ocupada con ellos para que otros profesionales-cámara en mano, no los asediaran. Allí, Maicol habló de su infancia, del amor, del futuro y el miedo mientras en la radio se escuchaban las noticias sobre la ansiedad nacional por el plebiscito que se planteaba como mecanismo para refrendar los acuerdos firmados entre el gobierno y las FARC.
Después de que yo disparé decenas de fotos a la formación de un frente del Bloque Sur con aquella luz blanca y fortísima, y de que llovió a cantaros sobre los cuerpos que jugaban fútbol con las botas pantaneras, Maicol me mostró aquella foto metida en un marco de plástico, como un llavero, donde está retratado él con su arma junto a otros dos, que para entones estaban ya muertos.
Maicol tenía tatuado en su muñeca izquierda un escorpión; más arriba, una estrella de cinco puntas; otra estrella y, al otro lado, la palabra Laura, el nombre de su mamá. A él, en lugar de guerrillero le habría gustado ser un profesional del fútbol; se declaraba hincha del América y el Barcelona, pero las cosas fueron diferentes, aunque los sueños nunca se acaban –decía él– mi anhelo más grande es que este sea el final de la guerra… ese es mi anhelo.
Mataron a Maicol. El 12 de Septiembre del 2017 mataron a Maicol. Siete balazos y su cuerpo quedó tendido en medio del camino veredal hasta que otros campesinos anduvieron sus pasos por allí. Para entonces, la moto blanca y sus ocupantes ya no estaban.
Mataron a Maicol, y cuando digo Maicol es como si enunciara más de treinta nombres que una vez fueron nombres de guerra. Excombatientes y familiares de excombatientes, muertos en Antioquia, en Caquetá, en Nariño, en Cauca, en Putumayo, en Chocó, en Valle del Cauca, en Norte de Santander y en Arauca.
Maicol había dejado la zona de reincorporación y había vuelto a casa, en la Zona de Reserva Campesina El Pato Balsillas, la primera zona de reserva campesina en constituirse en el país, un territorio que fue desde hace mucho escenario de guerra.
Dicen que a Maicol lo mataron a las 10 de la noche, cuando iba camino a casa en la vereda El Roble. Su mensaje llegó esa noche a mi teléfono a las 8:38 p.m:
–Hola cielito ¿cómo estás?
El mío llegó tarde, a las 3:01 p.m del día siguiente. Él ya no estaba:
–Hola, hola. ¿cómo estás?
Mataron a Maicol.
El 4 de Septiembre, en uno de sus mensajes, me dijo que hacía veinte días había dejado el PTN, Punto Transitorio de Normalización de Miravalles, en el Caquetá, uno de los 26 lugares que en el país acogieron la dejación de armas de los miembros de las FARC-EP.
–Ya salí del todo del PTN, soy sivil¡ [SIC]
Más abajo, en otro mensaje, decía:
–Mis planes: estudiar y trabajar.
MARCEL
Pienso en Maicol, pienso en Jair y de repente me encuentro también recordando con temor gente que he conocido y amado, gente con la que compartí un fragmento de tiempo en rincones de Colombia: pienso en la niña que jugaba con un mapa mundi en un resguardo Nasa; pienso en las mujeres zenú cultivando berenjena con orgullo en medio de lo que había sido recientemente un campo de guerra; pienso en las wayuu retornando a su bahía, y sintiendo el miedo recorrer el desierto de arena y sal mientras en la noche las motos acechaban en torno a los ranchos. Pienso en líderes de los territorios negros e indígenas andando los caminos y navegando los ríos con la certeza de que eventualmente su vida acabará en un estallido de violencia. Pienso en el alcalde de mi pueblo asesinado, pienso en la sangre, que creo recordar, corriendo junto a la acera de la calle principal. Pienso en mi abuelo liberal de pie en el cerro donde los muertos azules y rojos se han despeñado por décadas, imagino los gritos que el desfiladero ha escuchado tras las detonaciones. Pienso en el turbulento lugar donde fui a nacer; pienso en una noche sin luz eléctrica, y un tiroteo mientras una mujer joven y asustada –mi madre– corre con sus tres hijitas para resguardarse.
Pienso en los muertos de los libros, en los de los cronistas desde hace cientos de años; en aquellos que naufragan en los noticieros envueltos en bolsas blancas o negras, en los enterrados rápidamente en la manigua, en los falsamente acusados. Pienso en los que están por morir. En que la guerra no cesa, solo muda de vestido, aunque a veces, ni eso cambia.
Pienso en vivos y en muertos, pienso en las guerras que no entiendo. Pienso en Maicol y en Jair, pienso en Marcel.
Marcel era joven, como Maicol, un poco más, supongo.
De eso hace ya al menos 17 años. Coincidimos él y yo en una escuela de artes marciales donde yo luchaba por ser consiente de mi respiración, por entender mi cuerpo y hacerlo moverse con gracia; no lo conseguí, pero me enorgullecía de ser fuerte y de mis buenos golpes. El maestro me obligaba a mirar mi cuerpo reflejado en un espejo mientras respiraba a conciencia, entre tanto yo sólo podía pensar en asestar otro golpe a la bolsa de arena.
En un fogueo rutinario, fui contrincante de Marcel. Era bello, de piel marrón y orejas muy grandes, como un volkswagen con las puertas abiertas –diría mi papá. Parecía provenir de la India, de algún país árabe, parecía venir de muy lejos.
Primero la posición de Ma bu, con la espalda erguida y las piernas formando un ángulo recto con el suelo, como cabalgando un caballo invisible. Un puño derecho salido desde la espalda, patada izquierda, movimiento rápido para esquivar, patada derecha y, de repente, su mano tomó mi tobillo deteniendo el impacto y me hizo girar lentamente. Mi cuerpo rotó, pero mi pie en tierra no lo hizo. Se rompió el tobillo tan en cámara lenta, que nadie más que Marcel creyó en mi dolor.
Con la culpa que decía sentir mientras yo portaba mi yeso, Marcel pasó algún tiempo visitando el pequeño apartamento donde, con dificultad, aprendíamos a vivir y convivir mis hermanas y yo. Un buen día, Marcel no regresó de visita y cuando me deshice del yeso y regresé a la escuela de artes marciales, él la había abandonado. De Marcel no sabíamos casi nada y, como apareció, se esfumó.
Un día, el teléfono de nuestro apartamento sonó, la voz del otro lado decía que se trataba del hermano de Marcel, que él le había hablado de “la chica de los zapatos rojos”; esa chica era mi hermana, quería hablar con ella, tenía algo que decirle. Ella y yo acudimos juntas a la cita. De esa reunión, recuerdo poco. Lo recuerdo a él, era semejante a Marcel, más flaco, más alargado, más real. Habló de lo que Marcel recordaba sobre mi hermana. También dijo lo otro. Mataron a Marcel. Dijo que fue en un pueblito de la Costa Atlántica, de allí provenían. Él había regresado para trabajar y hacer la vida. Un mal día estaba en la cantina de su tío, también estaban los paisanos de siempre y, de pronto, entraron los otros, los armados: paramilitares que abrieron fuego y, nos dijo su hermano:
–Marcel, entre los otros, murió.
A mi hermana y a mí, todo el episodio nos resultaba salido de una novela negra: tan lejano y tan ficticio, que no encajaba dentro de nuestro mundo diminuto. Le creímos y lloramos abrazadas una a la otra. Mientras caminábamos por la calle decidimos que ese sería nuestro secreto. A lo mejor lo decidimos así por miedo, por pavor a hacer real esa violencia si compartíamos las pruebas de su existencia rozando nuestras vidas. Mataron a Marcel, y callamos.
Después de escuchar al hermano de Marcel, llevé durante un año un trapo negro atado a mi muñeca izquierda. No llevaré un trapo negro por Maicol, no lo llevaré por Jair, temo que si lo hiciera, acumularía tantos trozos de tela que ocuparían todo mi brazo, los dos, mi cuerpo entero como si fuera yo una momia de luto.
Aquí todos hemos llorado en silencio muchos muertos. Y ahora veo la terrible tristeza que subyace en el hecho de que mis muertos sean solo los que en vida cruzaron su camino con el mío. Sólo son nuestros los muertos de los que conservamos el retazo de un recuerdo, una mirada, un roce. Los otros, no son nuestros, son de alguien más, y desaparecen en una avalancha de sucesos, muertos que son noticia un medio día, o que ni siquiera llegan a serlo. Son tantos, tantos que se multiplican y aparecen como maleza en un potrero, mientras nosotros, los vivos, tratamos sólo de arrancarla, de quitarla del camino porque empaña nuestra calma, nuestra felicidad.
Mataron a Marcel, mataron a Maicol, mataron a Jair. Han matado a tantos, los matan ahora mismo y son mis muertos también. Son todos nuestros muertos.
Marzo de 2018
Bogotá, Colombia
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