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  • Foto del escritorEl pez que camina

LOS HIJOS DEL MONTE (III)

Actualizado: 28 jun 2018


III

Los Mellos


Eran igualitos los dos, igual de morenos, igual de gruesos y fibrosos, pero había diferencias que notaba quien los mirara con atención, aunque después de aquello ya no debían mirarlos más que de reojo. Uno tenía un gesto dulce y risueño, el otro se veía lacónico, parecía siempre observando, anotando mentalmente cosas que no podía decir. Al salir de la casa ese día, iban muy juntos uno del otro, la mamá delante de ellos, escudándolos con su cuerpo como si no fueran más furiosas las balas de los que los espoleaban hasta hacerlos parar en medio de la plaza. Debían decirlo, primero suavecito y luego a gritos, decir lo que eran:

–Hijos de guerrilleros, pichones de guerrilleros.


La gente del pueblo que los veía y escuchaba debía pensar que ahí mismo acabarían como los otros, esos que frente a las caras espantadas de los vecinos terminaron muertos acusados de ser colaboradores de la guerrilla. Pero no, a los “mellos” (forma coloquial como en el Caribe colombiano se llama a los gemelos o mellizos) no los mataron.





Los de mi infancia fueron días muy oscuros allá, en el pueblo. Un día llegaron a nuestra casa, tumbaron la puerta, nosotros corrimos y nos metimos bajo la cama, pero luego nos tocó salir. En ese entonces no sólo estaban las FARC en el monte, estaba también el ELN * y en los pueblos andaban los paramilitares; todo el tiempo tronaban las balas de los combates. En mi infancia también habían “los empadronamientos”, así le llamaban al control al que sometían a los campesinos para que no llevaran más comida y suministros que los que necesitaban, porque si llevaban de más, los acusaban de estar abasteciendo a la guerrilla. Cuando eso, fue mucha la gente que mataron. A la Sierra nadie iba porque era demasiado peligroso, alguien subía y la gente decía: este no vuelve más y, de verdad, así era. Les ponían botas, uniforme y los dejaban ahí, después venía Medicina Legal a investigar, otro guerrillero –decían.


Mi madre salió embarazada y yo imagino que era muy difícil andar con esa barrigota dentro de la que crecíamos mi hermano y yo, los gemelos. Nosotros nacimos aquí y crecimos unos años, pero mi madre no podía seguir, estaba enferma, tuvo que salir y nos llevó con ella. Mi papá sí se quedó adentro, aún está, aunque con el pie enfermo después de las esquirlas de un bombardeo.


A mí siempre me gustó el estudio, llegué hasta octavo, doce años tenía yo entonces cuando en el pueblo alguien se enteró y le fue con la información al teniente, al capitán, al coronel. Así supieron que “mi mamá era guerrillera y que nosotros también habíamos sido guerrilleros”. Empezó la persecución. Teníamos ese pueblo por cárcel, no podíamos poner un pie afuera, los soldados pensaban que un día mi papá se pondría en contacto con nosotros y por eso nos mantenían cerca, para vigilarnos.


Después del ataque donde salió herido mi papá, lo mandaron a hacerse operaciones y tratamientos, porque ese hueso, el radio creo que se llama, le había quedado como un puñal y cada vez que él asentaba la pierna, lo cortaba desde adentro. Aunque el pueblo estaba controlado por los soldados y esa otra gente, mi papá andaba por ahí, por lo de su salud. Una vez nosotros caminábamos por la calle y lo vimos a lo lejos.


–¿Ese no es mi papá?


Muy tímidamente nos acercamos. Él no se había dado cuenta, entonces yo me le paré al frente y se quedó mirándonos.


–Bueno ¿y ustedes qué hacen aquí? –Viéndote


Mi mamá no quería, tenía otros planes para nosotros, ella quería que nosotros continuáramos los estudios, pero mi padre dijo: no, me los llevo para la guerrilla, y nosotros aceptamos.

Un día relevaron a la unidad que hacía guardia en el pueblo, mi mamá se enteró de la llegada del helicóptero que venía a recoger a los soldados y, aprovechando la oportunidad, a media noche nos levantamos y nos fuimos. Sin nada encima, salimos de la casa de mi madre. De eso hace ya casi 10 años. A las 17 horas llegamos al campamento, los muchachos ya sabían que íbamos en camino y nos estaban esperando. Regresaba un par de guerrilleritos a las filas.


Mi mamá no pudo volver con nosotros, así que los días que vinieron eran días de “mamitis”, días de extrañar. Ella había sido nuestro ángel de la guarda y de repente teníamos que portarnos como unos adultos, muy firmes y maduros. Era duro, pero yo decía: si esta gente tiene tantos años aquí, si ellos han podido, también yo puedo hacerlo. Y pude. Ahí encontré otra familia, una de verdad, que te protege.

Mientras nosotros nos hicimos hombres aquí, mi madre tuvo que enfrentar la estigmatización. Se volvió solitaria, reservada, no tenía mucho contacto con nadie por el temor. Cuando nos fuimos ella era joven. Hace poco la vi en una fotografía, ahora tiene muchas canas. Ya mi madre no es la misma de ese recuerdo que tenía, pero bueno, ahí está mi madre, firme.


Con furia llueve en el valle que se extiende a lo largo de la ribera de los ríos que nacen arriba, en las montañas nevadas que miran al mar. La lluvia ha silenciado el croar de las ranas macho que llaman con insistencia a las hembras. Ahora suena el crujir ensordecedor de truenos que se solapan y, tras pocos segundos, el cielo se enciende con las chispas intensas que alcanzan a revelar, atrás, una hilera de montañas.

Cuando la lluvia va amainando y los relámpagos ya sólo se ven lejanos y espaciados, alcanza a intuirse el sonido de las pisadas delicadas de los guerrilleros que se mueven entre las casitas de cartón, rumbo a los cambuches donde aún duermen. Camina a su caleta el sobrino de Cañitas; duerme la madre de aquel niño que espera en Santa Marta; hace guardia uno de los “mellos” sosteniendo su barbilla sobre la boca del fusil que está por abandonar. Lejano suena el rumor de un vallenato triste en el campamento donde la gente espera. Volverán a casa, fundarán la propia. Los hijos del monte están por regresar.


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Agosto, 2017

Pondores, Guajira, Colombia

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