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  • Foto del escritorEl pez que camina

EQUILIBRIO EN EL MUNDO (I) La vez que perdí el cerebro.

Actualizado: 28 jun 2018



La tierra sobre la que vive la gente Nasa y los animales, donde están las piedras y los ojos de agua, es la casa grande. Bajo esta casa y encima de ella hay más seres morando. Según cuentan los indígenas, hay seres cuya existencia, la mayoría de nosotros no llegamos si quiera a intuir. La vida para el pueblo Nasa consiste en mantener la armonía, el equilibrio entre todos esos elementos que componen el cosmos y que en manos de los mayores –los ancianos portadores de la sabiduría– se dibuja con claridad como una línea que termina en dos espirales, atravesadas por múltiples líneas horizontales y verticales que forman una red. Es el cosmos visto y vivido desde el ojo y el corazón del pueblo Nasa. Cuando ese equilibrio se resquebraja por cualquier rincón, deviene lo que llamaríamos enfermedad: los individuos enferman, las comunidades enferman, la tierra enferma; los dioses se enojan.


Era jueves, día de mercado en el resguardo *, la mayoría estaba en la plaza del pueblo, comprando, vendiendo, cargando, y descargando. Él no. Habían trabajado en el trapiche el día anterior y tenían una canoa de guarapo ya lista. Pero aún quedaban unas cuarenta cañas de azúcar, así que se fue a terminar la molienda. Lo acompañó su sobrino y cuatro peones que le ayudaban en la tarea. El caballo caminaba en círculos arrastrando el tonto: un poste de madera duro y pesado que hace girar las ruedas del molino. Él iba introduciendo los tallos de la caña en el molino para que, a cada movimiento del caballo, los rodillos prensaran la caña extrayendo el dulce jugo con el que se fabrica la panela, y si se le deja fermentar, también se obtiene el guarapo, bebida protagonista de todos los jolgorios.


–En ese tiempo yo era un fiestero. Por estar queriendo acabar esas cañas fue que me pasó lo que me pasó. El pie del trapiche era un palo que tenía dos tornillos y el tonto del trapiche era como un codo, torcido. Lo primero fue que el tonto me pegó y cuando me pegó, yo vi una candela y ahí no más, ya me había perdido el sentido y me caí.


Los cuatro peones lo vieron caer y salieron huyendo. Su sobrino, sólo un niño, lo miraba atónito mientras el caballo seguía dando vueltas y la cuerda se enredaba en torno a él, inconsciente y tendido en el suelo. Cuando el caballo sintió que se hacía más difícil andar, dio un paso con fuerza, halando aún más la cuerda que ya mantenía su cabeza contra el suelo y entonces, fue cuando el tornillo atravesó el hueso de su craneo.


–Por ese hueco se me salió el cerebro que hace sentir y ahí fue que yo quedé paralizado.



Hacía sólo unos pocos días habían estado mambeando (Mambear, se refiere a la masticación ritual de la hoja sagrada de coca mezclada con el mambe, el reactivo alcalino compuesto por cal pulverizada) Él recibía la coca y la volteaba haciéndola recorrer su cuerpo desde el lado derecho hacia el izquierdo para sacar “el sucio”. Esa vez, la médica tradicional, que es quien puede ver la seña que se revela durante el mambeo, pero sobretodo quien tiene el poder del Trueno y la habilidad para interpretarla, la vio, no era buena la seña de Jhon Jarvi. Se lo dijo: mala seña, algo malo va a pasar. Debía someterse al ritual de limpieza cuanto antes, pero Jhon Jarvi no lo hizo, no fue a armonizarse con el poder de las plantas sagradas.


Luego, llegó aquel jueves de mercado, un 28 de diciembre del 2004.

En medio de la negrura de la noche en el páramo y en la parte baja de las montaña de la cordillera, luces brillantes, como pequeñas estrellas, revolotean. Las candelillas (luciérnagas) son como tabacos encendidos moviéndose entre el monte. Dicen que la candelilla es el mal, el anuncio del mal que viene a prevenir a la gente, para que, cuanto antes, se tome el remedio. Y según dicen, no son sólo las candelillas, también es el canto de los pájaros, la piedra con la que se tropieza, el ventarrón que da en la cara, las formas caprichosas de las nubes, son todas voces de la madre naturaleza, que habla para alertarnos.


– Las candelillas son como unas abejas, pero son los malos, y tienen las pestañas larguísimas y de noche van alumbrando, esos son los que hacen maldad a la gente. Si yo hubiera cogido esa candelilla antes del accidente, pues no me había pasado nada, pero yo no me acordé, porque yo no pensé que me iba a pasar eso.


Según dijo la médico tradicional después de aquel día del trapiche, Jhon Jarvi, tenía dos candelillas, dos males que lo seguían y a menos que se les diera caza, Jarvi estaba condenado.

Todo pasó rápido. La mirada confusa de su pequeño sobrino que observaba sin entender qué era aquello que salía de la cabeza de su tío tendido en su regazo; el anuncio en el pueblo; los hermanos corriendo a auxiliarlo; doña Rosalbina llorando a su hijo y saliendo en busca de los médicos tradicionales. Él estaba apagado, como muerto en el carro que los llevaba desde Pueblo Nuevo por los caminos de tierra rumbo a Caldono. Luego, la ambulancia rugía por la carretera panamericana que va a Popoyán. Elsa, su hermana, abrazada al conductor de la moto trataba de seguirle el paso a la ambulancia.

¡No vivirá, ya no vivirá! En unas horas les estaremos informando. Una cirugía. No ha despertado, puede que nunca despierte.

Mientras él dormía su largo sueño en el hospital, Rosalbina estuvo trabajando con los médicos tradicionales. Desde el pueblo armonizaban con la coca y el poder de los espíritus. Ponían remedio en el hospital y mambeaban noches enteras a la espera de las candelillas de Jhon Jarvi.


–Yo no sentía nada de lo que me estaban haciendo, yo era como un muerto, o sea, mi espíritu ya estaba yendo para el cielo; yo me iba gateando. En el sueño estaba como en un potrero, yo iba así, gateando y mirando. Había una casa grandota y en un salón estaban los muertos en el ataúd. Yo miraba y miraba, me agachaba mirando a ver si eran conocidos y pues nadie eran conocidos. Ya fui entrando más y mirando y mirando, y, de pronto, sale un (toro) cebú blanco que se me vino de frente. Entonces yo corrí, y cuando logré salir afuera, ya volví, y sentí que estaba en el hospital. Ahí fue que me llegó otra vez mi sentimiento. El cebú fue el que me despertó a mí, si no fuera por ese cebú, pues yo no sé dónde estaría. Yo creo que me habría muerto, pero como no era mi día, el cebú me dejó vivo.


Tras un mes tendido en la cama del hospital, Jhon Jarvi despertó. No reconocía a nadie y de su cuerpo sólo conseguía mover el globo de sus ojos. Decían que tenía los párpados cerrados, como un chino. El lado izquierdo estaba tieso, no veía y no conseguía hablar. Volvió al pueblo con una silla de ruedas y un dolor fiel que no lo soltaba.


–Vea, me dolía toda la cabeza, hasta las muelas me dolían. Cuando subió la médica tradicional de la vereda San José de los Monos, ella me sanó el dolor, porque ella hizo el remedio con el duende y cogió una candelilla y (la) echó en el remedio y se me sanó el dolor.



Tiempo después, Jhon Jarvi fue con Don Mario, otro médico tradicional, en busca de la candelilla que aún cargaba. Los dos metidos en el río esperaron que llegara la media noche, mambearon y el médico sopló la coronilla de Jhon Jarvi con plantas sagradas. Envueltos por la neblina esperaron durante horas, pero la segunda candelilla no llegó a la cita. Empapados, volvieron a subir por la falda de la montaña rumbo al pueblo.


–Por eso es que yo ando así como torcido, son los malos que no se dejan coger fácilmente. Yo no sé cuántos gramos serían, pero de todas maneras perdí el cerebro y quedé paralizado por el lado izquierdo, por eso lo tengo así como muerto, yo no sentía nada, no podía hablar, mejor dicho, yo era como una estatua.


Ahora Jhon Jarvi va descendiendo por el filo de la montaña, su mano izquierda recogida sobre sí misma como si atesorara algo, todo su peso está inclinado sobre la pierna izquierda que se arrastra un poco, pero avanza. Jhon Jarvi, camina halando dos bestias cargadas con la fibra extraída del fique y descienden la montaña empinada hasta dar con el río. Ya en el agua, entre las piedras redondas, la fibra parece la larguisima cabellera de alguien sumergido. Sus botas de caucho pisan la fibra para retirar el color verdoso y poco a poco el cabello se hace más blanco, y se convierte en cabuya.



–Para poder hablar y para reír era muy difícil porque cuando uno se ríe todo se mueve. Entonces no podía reír. A lo último pues ya fui abriendo más la boquita para poder reír y entonces llegaban los vecinos y hablaban en recocha entre ellos y mí; ellos decían que me estaban haciendo la terapia y claro, sí era la terapia, porque yo hacía el esfuerzo para poder reírme. Poco a poco el cerebro como que fue aumentando, volvió lo que había perdido poco a poco y ahí fue que pude hablar y reír y ahorita ya me puedo defender, o sea, puedo recochar: si es nasayuwe, recocho; si es en castellano, también recocho.


Jhon Jarvi, arriba en el tendal que era de sus abuelos, deja caer la cabuya en el prado. En las cuerdas suspendidas sobre una estructura de caña, extiende la cortina de cabuya ligeramente dorada hasta quedar cubierto tras ella.


–Ahorita ya ha cambiado mucho todo, porque ya ahorita puedo medio correr y puedo hacer trabajo así normalmente. Antes no podía trabajar y eso era feo, era feísimo porque yo no podía hacer nada.


En la sala se van acumulando los atados de cabuya uno sobre otro hasta el techo. La luz de la mañana entra a chorros por la ventana y se dibujan los barrotes del marco sobre el cabello que está ya listo para ser vendido para confeccionar cuerdas y costales. Afuera, la segunda candelilla de Jhon Jarvi aún centellea temblorosa entre el monte.


Noviembre de 2017, Caldono, Cauca


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