–Eres una espía, mírenla esta es una espía, dijo señalándome el vasco de unos 70 años cuando me descubrió otra vez observándolo detrás de mi cerveza. Estábamos en aquel bar donde todos los habitantes del pequeño pueblo fueron desfilando para hacer una parada más en sus propias rutas de aperitivos: pintxos y txacoli (Los pintxos son pequeñas porciones de comida fría o caliente, generalmente es una rebanada de pan con algo, cualquier cosa encima. El Txacoli, es un vino blanco vasco) Me habían descubierto.
–Si, soy una espía, y usted sabe demasiado. Creo que tendré que… los dos reímos estruendosamente. No, este no sería el día en que una Colombiana mataría a un Vasco en un pueblito de ensueño frente a unas furiosas olas del mar Cantábrico.
Para hablar de Bizkaia, para intentar contar un poco de este lugar que sin duda se me antoja otro mundo, podría empezar por Bilbao, una Bilbao pasada por agua, mucha mucha agua que hacía brillar el suelo empedrado de las callejuelas del casco antiguo y llenaba la superficie de la Ria como de un salpullido alegre. (La Ria de Bilbao, el río, así, en femenino) Aquí la primavera no ha asomado sus florecidas narices. "Aquí nunca termina de llegar la primavera” dijo alguien anclado a su paraguas.
Podría hablar del Guggenheim Museoa con la enorme foto de Yoko One difícil de eludir estando de pie frente a la entrada principal. Podría rememorar las callecitas, las conversaciones en español o euskera de la gente que con la copa en mano, en el exterior de los bares, veía llover. Podría hablar de la oferta cultura, la gastronómica. Podría hablar de la fachada del Ayuntamiento lleno de flores que los bilbaínos habían puesto en las escaleras para homenajear a Azcuna, el que un día fue “el mejor alcalde del mundo”.
Podría hablar de la entrada de aquel edificio donde yo, parapetada para resguardarme de la lluvia que no amainaba, vi arribar a decenas de personas que presionaban el botón del citófono, esperaban un poco y entraban afanosamente después de que la puerta se abría con un “tac” fuerte. Y yo, con esta imaginación problemática, componía escenarios para lo que podría suceder arriba, donde toda esta gente, en su mayoría ancianos, se daban cita. Lo pensé, pensé en interponer mi pie antes de que la puerta se cerrará o simplemente oprimir el botón yo también pero temí la decepción de encontrarme en un reunión de AA, cuando el frío que me entumecía las manos me indicaba que lo que debía que hacer era buscar algo de alcohol, algo que calentara la sangre.
Podría hablar de los parques, de la bellísima y pequeña estación de tren Abando, de los omnipresentes kebabs que rescatan la económica del austero viajero y el austero local. Podría hablar de aquella larga calle que para mí empezaba en el bar con maquinitas y juegos de apuestas, ese lleno de árabes y latinos, la calle que terminaba en Bazurto. Esa calle con peluquerías y bazares chinos, esa donde mis compañeras, una saharaui y otra irlandesa-vasca, se hacían el manicure porque las chinas saben hacerlo, hablan poco y cobran aún menos.
De todo esto podría hablar largamente, pero aunque Bilbao es bellísima, al pensar en la ciudad rápidamente mi cabeza termina en un autobús, -un bilbobus- o en un automóvil por la carretera. Una hora aproximadamente con mi cabeza pegada a la ventana recorriendo paisajes verdísimos donde cada tanto se ve, señorial y enorme, un “caserío”, una de esas bellas construcciones medievales de piedra que son históricamente núcleos económicos y sociales autónomos. En el caserío se comía lo que se cosechaba en las tierras adyacentes, se criaban a los animales y se vivía en familia hasta que el padre de la casa moría y heredaba el primogénito, ocasionando que sus hermanos, los desheredados, se convirtieran en empleados del nuevo dueño o abandonaran el caserío para hacerse curas o militares. Incluso este sistema social alrededor de la herencia del caserío ocasionó que muchos vascos terminaran en las colonias españolas en América. Yo miro embelesada a través del vidrio húmedo los caseríos, pienso en los paisanos, en la cosecha, en las castañas.
Tras el viaje hacia a ese lado de Bizkaia me encontraba con pueblecillos que como Bilbao, parecen detenidos en el tiempo, en algún viejísimo tiempo. Gernika, la reconstruida, la del bombardeo, la del puzzle de Picasso. Busturia, el pueblo verde atravesado por un rio, el pueblo de las aves, de los viejos, el pueblo que me invitó a dormir, a cenar, a tomar el café, el té saharaui, el calimotxo y el patxaran, el de la casa de mi amiga desde cuya ventana podía ver la iglesia, las ventanas con la “ikurriña” (bandera oficial del País Vasco) y esas otras insignias que piden el regreso de los presos políticos, ETXERA, dice, vuelta a casa.
Más allá, en las costas del Mar Cantábrico, Mundaka, un pueblito diminuto con enormes olas que persiguen los surfistas de todo el mundo, el pueblito donde una pequeña orquesta tradicional me guió hasta la iglesia donde se celebraría una boda. Chicas con trajes rojos y blancos sostenían arcos que servían de pasaje de honor para la novia, y tras la ceremonia la nueva pareja fue recibida en el exterior con arroz, pólvora y un hombre que bailaba entre saltos y movimientos de pierna espectaculares. Y un poco más al norte, Bermeo, con largos y desiguales escalones y un puerto donde los pescadores ponen su botín frente a los ojos de los compradores y, de repente, se levanta ese olor a mar, a barco, a gente.
De todo esto también podría hablar mucho más, de las conversaciones oídas, robas, compartidas; de los gatos agazapados entre los barcos encallados en el puerto; de las miradas furtivas, de la belleza cromañónica como le llamó alguien, de las afiladas confesiones, de las vidas divididas, de las historias de amor, de la carne y el café, del vino y el frío. Pero de lo que no puedo hablar en exceso es de eso otro tal vez más misterioso que todo lo demás: de este pueblo, de su cultura, su idioma y su origen alrededor del cual se ha hablado mucho, se ha escrito mucho y se han abierto museos donde reposan las diferentes hipótesis, ninguna concluyente. No puedo hablar de mas sobre origen de la lengua, el euskera, y por extensión del Eukal Herrea, la región europea a lado y lado de los Pirineos que está vinculada por la cultura y la lengua –esto comprende zonas del territorio Español y Francés– pero aquí, frente a estas casas medievales, me resulta posible ubicar los relatos de las páginas del libro aquel de cuentos infantiles y lomo blanco, el libro-tesoro que hoy, desvencijado y deshojado, tras vivir en casa de cada uno de mis hermanos, duerme solitario y desleído en mi biblioteca. Aunque con nombres como arqueogenética y ADN mitocondrial se sostienen las teorías, a mí el hecho de que dos tercios de los europeos desciendan de los primeros vascos, que su idioma sea tan imposible de vincular con una lengua anterior pero que sus restos idiomáticos estén dispersos por la toponimia europea, me resulta encantador. Este es un pueblo antiguo, prehistórico, uno que tiene una historia singular, extraña, son algo así como los últimos indígenas de Europa.
Trato de pensar en el año 18.000 AC, en los protovascos caminando hasta el norte de África, en esos rostros duros contando de veinte en veinte. Trato de imaginar a Mari, esa deidad feménina del mundo pagano vasco que como una estela de luz viajaba por el cielo desde su gruta en un monte sagrado a otro. Trato de imaginar el pasado, ese remotísimo pasado que ha dejado sus huellas en esta tierra, esta gente, en su comida, en los ángulos de sus rostros, en sus palabras. Trato y trato, fantaseo y fantaseo y, al final, la imagen que queda en mi cabeza es tan ridícula que yo misma me río: un hombre cromañón con xtapela (boina tradicional vasca) riendo ruidosamente, riéndose de mi y diciendo mientras se toca la cabeza –como aquel viejo en un bar de Busturia–: –la txapela es lo fundamental: funda – mental.
6 de abril de 2014
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