En un esquina cualquiera en el centro del DF, un hombre con la cara llena de dobleces, dice a otro, periódico en mano, que no, que no es cierto, en México no hay negros, y si los hay, deben venir de otro lado.
Cubanos, congos, afromexicanos, afroamericanos, afrodescendientes. Negros. Aún hoy, según dicen, en los censos no hay casilla para los que se identifican con un grupo humano que no es el indígena, o que no es lo que tan imprecisamente llamamos mestizos. El grupo que carece de casilla es ese en cuya piel parece verse más directa la ascendencia de los esclavos desarraigados de África durante la conquista.
En Cuajinicuilapa, municipio de Guerrero, ubicado en la Costa Chica, allí en los límites con Oaxaca, una mujer de piel muy oscura dice que sus vecinos sí son negros, a diferencia de ella. Aquí, donde la sede de alguna institución pública aún recuerda las antiguas casas de barro y zacate con techo redondo, otra bella mujer, de vieja belleza, habla de un huevo frotado y algunas hierbas para curar, recita versos picantes y dibuja con palabras una cruz en el suelo y un niño muerto que arrullan mientras el llanto de la madre resuena. Aquí no solo la piel es prieta y el cabello rizado, aquí algo indefinido pervive en las viejas tradiciones: los versos, los “tonos” o místicos animales, la sombra que escapa del cuerpo, el baile, la música.
Según dicen, los barcos negreros llegaron a Veracruz, sobre el Atlántico, pero algunos mexicanos aposentados a borde del Pacífico, recuerdan haber oído desde niños la historia de aquel barco grande que dejó a los abuelos de antes en lo que hoy son las costas de Cuaji. A lo mejor el barco no llegó a Cuaji, pero los negros sí, negros cimarrones, negros que huían del altiplano o de las plantaciones cercanas.
Los negros llegaron con los españoles, y en estas tierras muchas veces fueron capataces y vaqueros, mano de obra de un gran latifundista que recibió a los huidos, por eso la relación entre los indígenas y los negros en ese primer contacto fue por lo menos hostil.
Los indígenas son los hijos de esta tierra; los españoles, los extranjeros saqueadores; los negros, nada, los sin casa.
La noche del 15 de Septiembre en todo México se gritó aquello de ¡Viva México!, eso dicen los periódicos, otros dicen que no hay nada que celebrar, que el grito no es un festejo, es un aullido de dolor. En el ayuntamiento de Cuaji por las festividades se ven tendidos pendones con los rostros y nombres de los próceres, criollos nacidos en la Nueva América que lucharon por un relevo de poder al que solo tenían acceso los peninsulares. El poder lo lograron, para negros e indios la cosa sigo como venía. Las caras de los próceres podrían ser todas la misma, muy blancas, muy severas, todas igualitas, aun cuando en los libros de historias y a viva voz en las calles se dice que algunos de ellos no era tan blancos, como el ex presidente aquel cuyo cuerpo quiere volver a suelo mexicano a un siglo de su muerte, al parecer, al principio de sus gestas era un moreno que en su ruta de ascenso al poder la historia fue blanqueando.
Tras la noche del grito, se desfila y celebra la independencia con actos cívicos, en San Nicolás de Tolentino, jurisdicción de Cuaji, la celebración es una batalla.
Desde muy temprano todo es agitación, unos cuantos orgullosos con traje rojo y coronas de papel beben un tequila, dos, tres, las cerveza pasa de mano en mano y las cajas se apilan en la esquina. Entre los paisanos, unos sin ningún distintivo preparan como en secreto la pólvora, los “cuetes”, mientras en una casa de la calle principal se sirve caldo con tortillas para todos y se preparan los treinta pollos para la barbacoa.
Los del vestido rojo y flechas con olotes en la punta, son los Apaches. –Indios, pues. Somos los indios –dice un negro con arco y flecha.
Los otros, los sin uniforme que preparan las antorchas y amontonan la pólvora, son los Gachupines, los españoles.
Unos tienen a su reina, La América, una bella quinceañera de mirada un rato dura, una rato seductora. Los otros, su reina de España, corona, capa y cetro. Con América su guardia bailadora, con la reina, una modesta corte y dos niños edecanes.
Los apaches bailan en filas junto a La América y los paisanos saben que se aproxima el momento de la huida, las puertas cerradas, las ventanas entre abiertas para alcanzar a husmear. De repente suenan los primeros estallidos, los gachupines empezaron la guerra. Los apaches corren al encuentro y empieza la persecución. En la esquina, una emboscada de cuetes, mientras La América avanza entre su guardia personal rumbo a la iglesia. Los gachupines atrapados son detenidos y conducidos a la cárcel, los olotes en las puntas de las flechas vuelan y se estrellan en la espalda de los enemigos mientras la pólvora rastrera avanza por las calles y se estrella con pies y hace saltar a los curiosos.
La América arriba a la iglesia y suena la campana, aunque los gachupines continúan encendiendo las mechas un rato más, la batalla ha terminado.
Ganó La América, siempre gana, esta es una batalla apasionada donde los perdedores, que lo son de antemano, orgullosos dan la pelea.
Los negros y “mestizos” de San Nicolás juegan a los indios y los españoles, a los indios cuyo nombre, apaches, no tienen nada que ver con el Sur de México, sí con los enemigos de los españoles en la conquista por allá en el noreste de México y Arizona. En la guerra entre calles de San Nicolás no hay afros, ni criollos, solo la América y la reina, el fuego y el maíz, indios apaches y bandoleros extranjeros.
Mientras los antropólogos y demás estudiosos, la diáspora africana y otros intereses hablan de la tercera raíz, de lo afro, del empoderamiento, la gente de San Nicolás brinda con cerveza entre el humo suspendido de la pólvora y la América, rabiosa, le arrebata la corona a la Reina que bajo el ala de su madre se aleja llorando de la fiesta.
Septiembre 16 de 2015. San Nicolás, Guerrero, México
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