Me pregunto cómo se verá este lugar cuando todo termine. Cómo se verá la hammada Argelina sin los saharauis precariamente poblándola. Hoy, cadáveres de autos están sembrados como si algún gigante los hubiera esparcido al azar o los hubiera apilado juguetonamente. Si hoy restos de viejos contenedores de agua y de elementos de construcción están dispersos en los campamentos, qué quedará cuando los saharauis regresen a la añorada badía. (Badía designa algo como nuestro campo. Beduino, campesino, poblador de esos espacios extensos y poderosos) Añorada incluso por aquellos que no la conocen más que por las nostálgicas historias de los ancianos y por las imágenes fragmentarias y tantas veces frías de la tv. Yo misma he visto más badía que muchos de los niños y jóvenes de los campamentos.
Cuando llegué y caminé por primera vez entre las casa y jaimas, cuando vi a Smara desde una pequeña colina de piedras, me pregunté cómo hacen los saharauis para no sentir en este pedazo de tierra estéril, hostil y claramente prestada, un fragmento de patria, un suelo al que arraigarse.
Para muchos, a pesar de ser la tierra del exilio, es lo más parecido a un hogar –pensé– lo único que han conocido. Aquí nacieron, crecieron, se casaron y tuvieron hijos, o esperan tenerlos; muchos niños –dijo un joven amigo– necesitamos muchos porque somos pocos. La otra, el Sahara, es la tierra prometida, el paraíso que saben que un buen día, cuando dios quiera –Insha’Allah– ya no será una promesa, será casa de nuevo.
Pero estos ya no son nómadas, son otra cosa, una suerte de sedentarios en un territorio transitorio que han tenido contacto con otras formas de vida, que en esta estancia forzosa en los campamentos han configurado otros ritmos de vida, otras maneras de verla y entenderla, a lo mejor otros deseos, alejados de los sueños de antaño en el desierto. Este es un pueblo simultáneamente nuevo y milenario que, empujado por los hechos, lleva cuarenta años inventando una nación. Aun cuando es un pueblo que se renueva por el contacto con otras culturas y las mismas estrategias de supervivencia, en la relación con el visitante, en las dinámicas al interior de las familias, en procesos sociales determinantes, como el matrimonio, se conservan las antiguas tradiciones o sus nostálgicos vástagos.
¡Cuando todo termine! Pero cuál ha de ser el camino que los conduzca de regreso. Llevan 22 años apostándole al Plan de Paz, al diálogo, a que Marruecos finalmente abandone sus artimañas burocráticas para poder realizar el referéndum donde los 89.402 votantes identificados por la ONU, digan si prefieren ser una nación independiente y autodeterminar su destino, o si sienten más pertenencia con Marruecos. Pero este proceso, a mis ojos y a los de otros tantos, resulta dilatado hasta el estancamiento.
En el Plan de paz están contemplados todos los pasos a seguir para resolver el conflicto hasta un “final feliz”, o al menos aceptable para la mayoría de los saharauis según pueda determinar un proceso democrático. Primero estuvo el alto al fuego, instaurado el 5 de septiembre de 1991. Luego, la liberación de prisioneros de guerra, aunque los Saharauis siguen sin conocer el paradero de un buen número de sus desaparecidos. A continuación, el estancamiento de las tropas de ambas partes para verificar que las maniobras militares no se reinicien. Hoy, el ejercito saharaui, estructurado de forma convencional, está dividido en siete regiones militares, cada una ubicada frente a una sección del muro Marroquí, listos, si es el caso, para abrir fuego o para derribar su parte del muro.
Hasta aquí llegó el proceso en 22 años.
Lo que vendría, o vendrá después, es el regreso de los refugiados, la campaña electoral y el sufragio. A continuación siguen las acciones de la ONU para que se ejecuten los resultados obtenidos democráticamente, que serían, la salida gradual del ocupante marroquí o, por el contrario, la disolución del Polisario o su adhesión al ejercito de Marruecos. Mientras tanto, la vida sigue en medio de su precariedad en los campamentos y las violaciones a los derechos humanos y el saqueo de los recursos naturales con beneficio de Europa continúan en los territorios ocupados frente al silencio internacional.
La guerra pasa costosísimas facturas, pérdidas invaluables, cicatrices físicas y culturales desproporcionadas; pero a pesar de eso, aquí para muchos parece que es la única vía que los conducirá a su victoria. Un pueblo pacífico y paciente, como lo prueban tantos años de espera, también llega a hartarse, también llega a concebir en las armas que ya una vez empuñaron, la única forma de salir de esta provisionalidad que cada vez parece más permanente.
De varios lo he escuchado, algunos jóvenes me lo han dicho: –hay que ir a la guerra, y si deciden que así sea, yo iré, todos iremos. –Incluso algunas mujeres irán, dijo uno.
–Pareciera que siempre los que nos visitan tienen más prisa que nosotros. No hay nadie que quiera más lograr nuestro propósito que nosotros mismo– me ha dicho un chico muy joven cuándo le pregunté por la guerra y la paz, un chico que estudió en España y espera para prestar el servicio militar y luego ser adjudicado a alguna misión por parte del Polisario de acuerdo a su conocimiento de otros idiomas y sus habilidades; un chico que no duda sobre las capacidades de los dirigentes Saharauis para elegir el mejor camino, piensa que si ellos consideran que la vía política sigue siendo la conveniente, ha de ser una buena elección.
Cuando los Saharauis finalmente consigan regresar a su territorio, por la vía que fuera, aquí, en la hammada argelina, quedarán restos de las jaimas como enormes globos aerostáticos desinflados. Quedarán corrales de cabras, ya de por si construidos con escombros. Se verán desde lejos las ruinas de grandes salones de adobe. Voces encerradas entre las gruesas paredes, risas e interminables historias se alcanzarán a oír en medio del silencio. Después de los saharauis, en la hamada quedará olor a incienso sobre la tierra reseca.
Febrero 2014. Protocolo de Smara, Campamento de refugiados Saharauis en el sur de Argelia
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