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  • Foto del escritorEl pez que camina

Perú, aquí todavía falta mucha gente

Actualizado: 29 ago 2018

Memorias durante la primera restitución humanitaria y entierro digno de restos de personas desaparecidas durante la guerra interna.



Aunque la oscura época de la guerra en Perú ya pasó, y está oficialmente enmarcada entre dos fechas ya lejanas (1980- 2000) aquí todavía falta gente. En la sierra y la selva aún faltan muchos hombres y mujeres. A algunos se los llevaron una noche cualquiera y nunca más regresaron. Otros terminaron sus días a unos pasos de la chagra y sus cuerpos llevan décadas fundiéndose con la tierra a solo dos palmos del suelo que los suyos, los vivos, siguen pisando.

Según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en la época de la violencia con origen político en Perú hubo más de 69 mil personas muertas o desaparecidas a manos de los grupos subversivos y de agentes del Estado. “De cada cuatro víctimas, tres fueron campesinos o campesinas cuya lengua materna era el quechua.” dice la CVR, y es que la violencia se extendió como fuego sobre todo por las poblaciones rurales en lo alto de los Andes.

Desde entonces son muchos los que buscan la verdad sobre lo qué pasó, sobre los culpables y sus motivaciones. Desde entonces mucha gente busca a los suyos que nunca regresaron a casa o que nunca fueron enterrados dignamente.


Cuando todo aquello, tan feo, tan turbio pasó, Jesús Tineo y su hermano eran muy jóvenes, casi niños. Ahora están los dos de pie frente al pequeño féretro. Ven unas manos enfundadas en guantes de látex que sacan de una caja de cartón bolsas de papel que tienen indicado su contenido con rotulador: fémur, costillas, cráneo.

Los huesos y algunos jirones de ropa van siendo organizando en el pequeño ataúd como quien arma un puzle al que sin duda le faltan piezas. Los dos hermanos, silenciosos, miran lo que queda de su papá asesinado hace 34 años.



Otro muerto, otros huesos, otro ataúd idéntico al anterior. Ahora quien mira es Isidro, luego Esteban, Maura y Máximo, después es el turno de María, de Ángel y Efraín, de Anacleta, de Florinda, el de Oscar, el de Octavio y Valerio. Son los hijos, las esposas, los hermanos, los padres, las hermanas, los sobrinos y los primos de quienes hace mas de tres décadas en medio de la locura de la guerra fueron asesinados y enterrados con premura.


Catorce personas, catorce cuerpos que regresan a sus familias después de ser investigados, confirmados, exhumados, preparados. Son los primeros restituidos en Perú según una nueva ruta humanitaria, una que privilegia dar respuestas a los familiares de quienes se fueron y no regresaron. Son los primeros, y faltan muchos.



De la existencia de Quinuas no sabe mucha gente. Pocos habrán visto ese paraje enclavado en los Andes, en Ayacucho. Esta es tierra de quinua de colores y de papas, tierra donde hace tres décadas caminaban los armados. En una de las pocas casas de la comunidad se juntan casi todos, varios viejos y muchos adultos, algún bebé anclado a la espalda de su mamá balbucea, un niño corre y se aleja. En medio de la noche, la luz mustia viene de una pequeña bombilla en el techo y de las velas encendidas frente a seis de los catorce ataúdes idénticos, blancos y pequeños, como de niño difunto. Con la coca entre los dientes, los más viejos recuerdan aquellos años en que eran acusados de terroristas por unos, de colaboradores del Estado por los otros.



José Landeo, unico sobreviviente de la redada que hizo el ejército hace 34 años en Quinuas.

Era junio o julio. ¿El año? 1984, dice José empezando su relato por solicitud de los demás. Recuerda que reunieron a los paisanos de Quinuas, hombres y mujeres y los llevaron espoleados por los golpes. Amarrados con la soga nosotros hemos ido como un cerdo, así hemos ido. Bastantes éramos, bastante gentes. Dicen que de sus casas los soldados se llevaron lo que no destruyeron con las botas y las armas. Han llevado toda nuestra ropa. Teníamos radio, todo han llevado. Así casi vacío han dejado la casa. Tras horas confusas y llorosas, llegaron a la base militar. Ahí también estaba otras gentes, prisioneros. Ahí nos han metido a esa casa, llenito llenito de presos, no hay sitio para dormir, nada, sentado no más estaba la gente. Así fueron pasando los días y las noches adentro. A las mujeres las habían violado delante de nosotros. Así era eso. Casi después de dos semanas volvieron todas maltratadas. Ah no, todas no, una que fue a ver a su hermano, a llevarle la comida, esa no regresó.

Los que habían quedado en el pueblo buscaban, preguntaban, trataban de ver a los prisioneros, de enterarse qué pasaba con ellos, incluso tomando el riesgo de correr con la misma suerte. Todas las noches sacaban a gentes, no sé a dónde habrán llevado, pero esos ya no volvían. Así estábamos como tres semanas.

Una noche, en medio de la negrura, los volvieron a amarrar y, a empujones emprendieron camino. Anduvieron las montañas hasta llegar a aquel pueblo, tan cerca de Quinuas. Había un soldado, era bueno; yo hablaba con él, y me decía: ustedes van a morir, toditos toditos van a morir, no va a vivir nadie, toditos. Eso me decía.

A lo mejor José no se lo pensó mucho, quizá solo tomó una bocanada de aire, se dibujó la señal de la cruz en frente pecho y hombros y saltó al barranco. En seguida las balas empezaron a zumbar junto a sus orejas grandes que seguro ya no estaban al amparo del sombrero. Al rodar por el despeñadero se dio un golpe más fuerte que los que venía recibiendo en el descenso y ahí fue cuando trató de agarrarse al árbol. Sin prever el riesgo, levantó su brazo por encima de la cabeza y fue blanco fácil de varias balas. Igual siguió corriendo. Corrió y corrió hasta que los disparos ya no sonaban y el camino a casa se fue dibujando bajo sus pies.

Es que yo no soy nada, nada de esa cosa de Sendero, ninguno somos nada, nada. Gente inocente somos. Así era la vida en ese tiempo.

En 1984 José Landeo debía tener unos 33 años, desde esa fecha tiene solo un brazo, por las balas que le llovieron. Todos los demás hombres que se llevaron y aquella mujer, nunca más volvieron por Quinuas, ni vivos, ni muertos han vuelto a aparecer. Él fue el único que regresó.



Suena la voz de José terminando de contar lo que todos ya saben y el viento frío silba entre las láminas metálicas del techo. En un rincón, un apretado grupo de mujeres sentadas entre mantas pesadas murmura en quechua. Aquel pone un puñado de hojas de coca sobre las manos de los hombres y los regazos de las mujeres. Ese otro va sirviendo en un vasito de plástico un trago corto de licor de caña, pasa frente a los seis pequeños ataúdes y continúa sirviendo. De los seis, dos fueron asesinados por agentes del Estado poco tiempo antes de aquella noche en que los soldados del Ejército de Perú se llevaron a José y a los demás acusándolos de pertenecer a Sendero Luminoso. Aquellos dos, Alberto y Mario, según dicen, estaban cortando el trigo porque era ya su tiempo, y de repente se fueron acercando los soldados. La hermana de Alberto recuerda: Yo estaba con mi (otro) hermano al frentecito mirando, pidiendo que los dejaran en paz a los dos, y vimos cuando les dispararon. Pedazos, pedazos los han hecho.



Los demás ataúdes de Quinuas y otros tres que velan en Tantana, a pocos kilómetros en una casa similar, con la misma coca y el mismo licor, fueron asesinados por miembros de la guerrilla marxista-leninista-maoísta Sendero Luminoso. Era 1984, todo pasó en esa escuela hoy hecha ruinas y abandono. Desde el interior de un aula donde reunieron a la comunidad todos los oyeron leer uno a uno los nombres que los senderistas traían escritos en una lista. Los gritos de los que hacían salir se oían adentro. Ese niño con la cara vuelta hacia su papá y su mamá, seguro vio lo que les hicieron, por eso dicen que quedó mal, roto, y siendo tan pequeño, a los pocos meses también murió. Sus esposas, hermanos, sus hijas, hijos, sus papás, estaban allí, oían los gritos y golpes, veía las piedras y los cuchillos.

La gente recuerda que bajo la capucha los oyeron dar la orden: a estos miserables los tienen que enterrar. Cavaron durante el día y, ya en la noche pusieron a sus familiares, a sus paisanos, de dos en dos en los huecos poco profundos que lograron hacer. Allí quedaron, sin nombre ni seña, sin tiempo ni coraje para denunciar, sin un papel que dijera que estaban muertos.

Había que darse prisa porque podrían volver, porque venían los otros, porque había que irse ya. Unos huyeron al pueblo vecino y de noche dormían entre el monte, en un agujero esta noche, en otro mañana, con la esperanza de que así no los encontraran ni los militares ni los senderistas. Otros se fueron más lejos, a Ayacucho; otros lejísimos, hasta Lima llegaron. El pueblo quedó vacío, fantasmal, con muertos que la ley no sabía muertos, tumbas que nadie podía ir a visitar para poner una flor o un puñado de hojas de coca, para rezar algún padrenuestro.



Amanece en Quinuas. Frías y azuladas las montañas, amarillo y vaporoso el caldo que van cuchareando todos: los que no durmieron velando a sus muertos y también los que se fueron a echar un sueño corto y regresaron. Un trago más, coca, más coca, otro trago. Enfilan por la pendiente todos en hilera: cajones con muertos de antaño y la comunidad llevándolos rumbo al cementerio en lo alto del cerro.

Todos ellos: Concepción, Mariano, Armando, Fortunato, Vidal, Mauro, Alberto, Alejandro, Viviana, Román, Daniel, Francisco, Mercedes e Ignacio son de aquellos desaparecidos que sus familias o sus paisanos sabía dónde estaban. Y lo sabían porque ellos mismos tuvieron que ponerlos bajo tierra en medio de la premura y el miedo; fueron muchos quienes aplazando el dolor hicieron de sepultureros en medio de la guerra.




Están también los otros desaparecidos, esos que como los amigos de José un día se fueron y no volvieron más. Las familias de estos aún esperan encontrarlos: un cachito de sus cuerpos, un trozo de ropa, algo que despedir y con la verdad que merecen, poder cerrar ese capítulo, muy largo ya.

Según las cifras más actualizadas de una base de datos[1] que no deja de crecer y que se sabe afectada por un considerable subregistro, aquellos de quienes se conoce su lugar de entierro pero sigue sin ser reconocida legal y dignamente su muerte, podrían ser al menos 5.700 personas en Perú.

De quienes se desconoce su paradero, se estima que son 13.764. Sumando ambos grupos, se trata de por lo menos 20.329 personas que el Estado peruano debe buscar, investigar y exhumar para entregar una respuesta a los familiares que se van haciendo viejos, que van muriendo mientras esperan.




Ahí en Tantana, muy cerca de Quinuas, los tres cuerpos, una pareja de esposos y el hermano de ella, sobre los hombros de los suyos pasan frente a las casas de tierra donde vivieron. De una casa no queda más que un cascarón marrón; la otra, aún en pie, cuidará como una fortaleza de los tres muertos enterrados a su abrigo. Uno a uno se van despidiendo los que los recuerdan, los que no los conocieron, los que tuvieron que enterrarlos hace tanto tiempo, los que después de aquel día horrible en la escuela de Quinuas fueron a dar a un orfanato hasta que, tras años de lucha, fueron recuperados por un tío que se hizo padre. Frente al llanto de los adultos, los ojos de los niños empiezan a ponerse vidriosos, y también dejan caer una lagrima confundida mientras suena la voz recia de una mujer joven:


Nosotros hoy sentimos dolorosamente, son muchos años y estábamos ya olvidando, pero hemos recordado, hemos juntado nuestras familias para recordar. (…) Nosotros queríamos recuperar a nuestro padre, traerlo a su terreno para enterrarlo. Ojalá recuperen a otros perdidos y desaparecidos.


Aquí en el Perú, en la sierra y en la selva aún falta mucha gente. Ojalá los recuperen pronto, a los otros perdidos, a los desaparecidos, sus nombres y su memoria. Ojalá no se pierdan los recuerdos de lo que aquí pasó, ojalá no vuelva nunca a repetirse.



 

El proceso de Entrega de Restos y entierro digno de los cuerpos exhumados en las comunidades de Quinuas, Tantana, San Pedro de Campamento, Qasanqay la realizó la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas con el apoyo del CICR Comité Internacional de la Cruz Roja, Cman y Sociedad de Beneficencia, Cruz Roja Peruana y la Municipalidad de Huamanga, Gobierno Regional de Ayacucho, Diresa, Redes de Salud y Centro Loyola.

[1] RENADE, Registro Nacional de Personas Desaparecidas y sitios de Entierro. Base de información que consolida datos de las principales fuentes del Estado y la sociedad civil. Es administrada por la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas (DGBPD)



Ayacucho, Perú. 17 de Agosto de 2018



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