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  • Foto del escritorEl pez que camina

UN CUENTITO MIGRANTE, O EL OJO DE ÁFRICA

Actualizado: 15 mar 2019



No me vas a hacer daño con eso, ¿cierto?


Me preguntó él con su barbilla proyectada hacia delante y los hombros caídos, como profundamente agotado.

–No, ¿cómo podría hacerte daño con una foto? 


Y ahora sé que era mi pregunta la muy irracional.  Lo dije titubeando y lo repetí una vez más, como para que yo misma lo entendiera. 


–¿Cómo podría hacerte daño con una foto? 


Lo decía con mi mano aferrada a la cámara, preparándome a resistir. Los dos se habían aproximado a mí después de descubrirme a unos cuantos metros agazapada en la banca desde donde veía la fachada de la peluquería y a ellos de espalda a mí, conversando.  A veces estaba únicamente él allí sentado, y cuando estaba así, solo, parecía a punto de quebrarse, de romperse en pedazos.  Al notarme por fin, algo se dijeron, me señalaron con sus índices y empezaron a caminar a zancadas hacia mí, como si pensaran que podía darme a la fuga en cualquier momento.  No tenía ninguna intención de irme, al menos no entonces. 

Desde mi lugar en la banca se veían enormes. Durante un par de segundos fueron para mí dos grandes negros irritados y amenazantes.


–¿Por qué nos tomas fotos?

–¡Tiene que pagar.  Mis fotos tiene que pagar!


Por un momento alcancé a preguntármelo, ¿qué hacia en el barrio de inmigrantes a media cuadra de la manzana de las putas? Mientras ellos repetían una y otra vez las mismas preguntas, tuve tiempo de contestarme: es medio día y este lugar no se ve ni la mitad de peligroso que su equivalente en casa, en mi ciudad.  Y por qué no, de cualquier forma no planeaba quedarme allá abajo en la calle larga y angosta atestada de gente que, cigarrillo electrónico en mano, deambulan por los almacenes que venden casi todo, casi nada.


–¡Paga! Tiene que pagar –Le dijo Tupac, el más grueso y de mirada intimidante al otro, al delgado, al callado, a El Ojo.


Yo, que seguramente me veía disminuida, los miraba intimidada en contrapicado hasta que Tupac con un golpe amigable en la espalda de El Ojo, soltó una carcajada y dijo algo en un idioma ininteligible para mi.


–No me vas a hacer daño con eso, ¿cierto?– dijo dulcemente El Ojo mirando primero la cámara en mi mano y luego directamente mi cara. 


Luego se sentaron, o yo me levanté.  Luego caminamos hacía la peluquería porque yo quería fotografiarla o porque ellos querían que la conociera.  Yo miré unas dos o tres veces el reloj en mi muñeca derecha.  El Ojo también miraba mi reloj, quería que yo lo olvidara. 

Tupac, felicidad ruidosa, se pavoneaba por ahí. Entraba y salía de la peluquería, iba calle arriba, calle abajo; saludaba a uno, conversaba con otro en una esquina.  Mientras tanto, yo accedía a una cerveza, una Estrella en el bar de al lado.  Dos Estrellas y cinco olivas. Allí, sentados en el bar oscuro, viejísimo y bello, hablamos sin prisa, como desde la distancia. 






–No, casada no. 

–Yo tampoco. Todavía espero a la mujer, una buena, la más buena.


Una Estrella más, bebo rápido.


–Colombia. 

–Ah, Latinoamérica.  La he visto por televisión. 

–Me imagino lo que habrás visto. 

–Es bonito.  Se ve bonito, como Mali.  




Otras cinco olivas gordas y brillantes.

–¿De Mali?

–No. Si. No, de Nigeria.  También de Mali, pero mejor de Nigeria. 


Dos Estrellas más y el barman nos advierte que pronto cerrará, es la hora de la siesta.


–¿Musulmán?

–No, católico. ¿Tu?

–No, yo nada. No me gusta lo que las religiones representan. 

–Dios no deja de existir solo porque tu no creas. 

–¿No?


La siguiente Estrella la tomamos en la peluquería. Su fachada de piedra era compartida por tres edificios altos y angostos con entradas grandes, oscuras, como bocas desdentadas.  En los balcones había tendida ropa de colores, banderas de lugares que desconozco, antenas parabólicas.  Allá una mujer de generoso busto miraba aburrida la calle.  Dos ventanas más arriba un niño lloraba enganchado a  los barrotes junto a la estatua de una virgen desgastada y triste que descansaba entre dos edificios, a la altura del tercer piso.

El interior de la peluquería era de un feo verde manzana. En las paredes se veían afiches que mostraban los cientos de peinados tal vez solo posibles en un pelo como el suyo, negro, de negros, pelo de África.


–No los sé hacer todos, pero puedo hacer muchos. Este, este, este.


El Ojo iba señalando una a una muchas fotografías mientras yo imaginaba mi cabeza blanca de pelo quebradizo decorada con esas formas asombrosas.


Cinco olivas más con las dos Estrellas que trajimos del bar.  Allí, en la peluquería, hablamos menos o, más pausadamente en medio del movimiento aletargado del lugar.  Tupac entraba y en su balbuceado español me preguntaba si yo lo conocía, a Tupac, el original, el rapero gringo. 



–El más grande. El mejor.  Yo soy él.  –Y se levantaba el cuello de la chaqueta de pana tal vez muy pequeña para su cuerpo grueso–  Soy el Elvis Suizo en España.


Y mientras hablaba no dejaba de contemplarse en el espejo grande que ocupaba un gran fragmento horizontal de una las paredes.  En la de al lado, la del fondo, había una puerta que todos se esmeraban en mantener cerrada y aunque yo me contorsionaba en mi silla de peluquero para alcanzar a atisbar el interior, no pude ver más que oscuridad y a lo mejor una escalera que subía.  La puerta era abierta y cerrada por muchos, primero El Ojo, después aquel hombre grande y callado, Tupac, la chica de Tupac que fumaba sin parar como en medio de un delirium tremens.  Ahora sale otro africano menudo, otra vez Tupac, es el turno de aquel grande y risueño, atlético como un jugador de baloncesto. Abren, cierran, abren, cierran, no sé qué pasa allá adentro.


–La peluquería va bien, gano mucho dinero.

–Pero desde que llegué no ha venido nadie. 

–Hay días más lentos que otros. En verano hacen fila afuera –dijo él mientras yo miraba de reojo a la chica que fumaba, mordía sus uñas y me observa como desde el infierno.


–Pensé que estabas con alguno de ellos, de los africanos –Me dijo ella con su acento de local cuando El Ojo se alejó. 

–No, soy una visitante fugaz. 

–¿Fotógrafa?

–Ajá.  


La chica estaba embarazada, el anterior hijo se lo quitó el Estado, al parecer consideraron que no era apta para cuidar de él. 


–Este no me lo van a quitar. Tengo un plan. 


Sí, tenía un plan. Seguiría cobrando el paro como tantos otros, pero además se sometería a un tratamiento de desintoxicación y ese compromiso incrementaría el pago que el Estado le hacía.  Con lo que quedara de ese dinero, después de unos tres meses en la clínica, se marcharía a Suiza con Tupac. 


–Allá se vive mejor, aquí no hay nada.  Las ayudas son más altas allá que en ningún otro lugar.


Tupac, no dejaba de decir que aquel, es el paraíso. Cataluña, donde estábamos, era para él algo así como un moridero frío y agresivo, aunque feliz.


–Allá dinero, pero no contento.  Aquí contento– decía él.




El Ojo me miraba desde lejos y, junto al basquetbolista que no era tal, me sacaron de allí y juntos fuimos a un edificio de allí cerca, uno de esos que recuerdan fotografías de la Habana vieja, enormes y lúgubres edificios que aún conservan algo del dejo señorial de antaño entre los muchos inmigrantes y prostitutas que conversan en la entrada.  Ese debió ser un gran momento para plantearme aquella pregunta de hacía ya horas: ¿qué hago aquí?  Iba considerando contestarme mientras subía unas escaleras angostas y húmedas.  Seguía pensándolo, incluso cuando entramos al cuarto aquel.  Sobre una cama doble estaban sentados dos enormes hombres, uno de Nigeria y otro de Ghana que me miraron sin mirarme mientras me sentaba en el sofá que, como en un tetris, encajaba perfectamente a los pies de la cama.  Al frente había una mesa cuadrada que quedaba ajustada a un mueble modular vecino de otra mesa donde reposaba el tv en el que se transmitía una comedia romántica hollywoodense.  Se hizo la compra y fumamos sin prisa entre las banderas de Ghana y la mirada distraída de esos enormes hombres.  Aquel, el más viejo con acento de Brooklyn trataba de charlar conmigo, era algo así como la única familia de El Ojo estando tan lejos de casa.  Parecía querer asegurarse de que El Ojo estuviera bien acompañado, detectar cualquier señal de peligro proveniente de la chica blanca, la latinoamericana con la enorme cámara aún colgada del cuello.  Como si la chica blanca en un cuarto con cuatro africanos provenientes de países tanto o más violentos que el suyo no necesitara protección.  Y no, no la necesitaba. Era como si hubiera sido invitada a casa de unos amigos que me mostraban su intimidad, que no me temían y no les temía. 


–Nigeria no es tan bella como Malí, pero se vive mejor.  Si yo te llevara podrías ir y estar tranquila. De otra forma no. Es peligroso para una mujer como tú.




Como yo. Una mujer como yo.  Las palabras de El Ojo rebotaban en mi cabeza que parecía tapizada con algodón.


Luego, caminando por las callejuelas que relucían con la luz amarilla de un atardecer que parecía no acabarse, hablamos los tres sobre Malí. El basquetbolista quería regresar pronto allí, estar tan lejos era temporal, era para juntar dinero y regresar a casa, a su esposa, a sus hijos, a su familia que lo espera.  Pronto compraría una camioneta y haría la gran travesía.


–Vámonos los tres.  Vamos a Malí. Tengo que llevar dos coches, yo conduzco uno y tu conduces el otro. 


Alrededor de ocho días decía él que duraría la travesía.  Primero a un puerto en Barcelona. Un barco a Tánger. Ya en Marruecos, de nuevo a conducir hacía el sur, atravesar el Sahara hasta Mauritania y ahora sí, del otro lado de una frontera, Malí.  Alcanzo a imaginar como brillaban mis ojos pensando en la aventura. 


–Vamos. Pronto, en diciembre o enero. 

–Yo puedo traerte hasta aquí. ¿Cuánto cuesta un boleto desde Colombia?  –Yo río como endemoniada– Y los papeles también. Yo no tengo todavía, pero puedo hacerlo para ti. Puedo hacerlo todo. –Dice El Ojo y parece decirlo tan en serio como que dios existe a pesar de mi incredulidad. 


Estoy segura que sí, no mentía, seguro puede hacerlo todo, y mientras pensaba en esto, en seguida la peluquería apareció en mi cabeza. Imaginaba los otros negocios, las otras historias que se ocultaban tras la puerta aquella.  A lo mejor esa puerta, como los listones del piso en El corazón delator, esconde el otro Ojo, uno menos dulce, menos cálido, un ojo turbio y mezquino.

Tras los desvaríos sobre el Mediterráneo, el desierto y un Malí que se me antoja misterioso y lejanísimo, yo partí rumbo a mi casa temporal. Una sola noche más me acogería esa pequeña ciudad, al día siguiente me alejaría a otro rumbos. El Ojo caminaba a mi lado, un poco más atrás.  Casi no hablaba.  Yo tampoco hablaba, pero pensaba en él, en Tupac, en Ghana, en Malí, en Nigeria; pensaba en este lado, el lugar de las esperanzas casi siempre rotas.


–Cuando te vi, pensé que eras mi suerte –lo decía con algo parecido a la tristeza, a la nostalgia– Eres tu. Eres la mujer buena. 


Mientras yo cruzaba el puente sabiendo que él miraba cómo me alejaba, tenía la certeza de que no lo volvería a ver.  Nunca más veré a El Ojo, El Ojo de África.



Lleida, Cataluña

2014

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