Desde hace décadas en Chile, en lo que fuera Wallmapu libre, mueren comuneros mapucheque son procesados invocando la ley antiterrorista creada durante la dictadura de Pinochet, aunque, según los organismos internacionales, se trata de delitos asociados a la protesta social, no al terrorismo. Recientemente, con el homicidio de Camilo Catrillanca y la Operación Huracán, se hace evidente que la estrategia estatal de militarización y criminalización de los mapuche en resistencia, más que sofocar el conflicto, ha sido una chispa que enciende la llama.
I
Junto a las wenufoye –las banderas mapuche– se agitaban telas negras en señal de luto. Aunque ondeaban las banderas en muchos lugares de Chile, era en Temucuicui donde se juntaban los dolientes. Allí, en el legendario territorio de La Araucanía que para unos es zona roja, territorio donde impera la violencia, la anarquía, cuna de grupos radicalizados, de terroristas, y para otros es bastión de la lucha antisistémica, de la recuperación de la tierra, de la reconstrucción del pueblo nación mapuche y su autonomía, el 17 de noviembre se agitaban banderas negras, y desde lejos se escuchaban, furiosos, los gritos tribales.
–Iá, iá, iá, iáaaaaaaa –gritaban los jinetes enfundados en sus ponchos, con la cara cubierta y los weños (bastones de madera curvos) alzados.
Gritaban ellos y gritaban los hombres y mujeres, ellos con los cintos tejidos sobre la sien, y ellas adornadas con platería. Estaban todos apiñados alrededor de la enramada de techo azul donde, entre flores, ollas con comida y banderas, reposaba el cuerpo de Camilo Catrillanca.
–Iá, iá, iá, iáaaaaaaa.
Los gritos, como llamado de guerra, se levantaban entre el tuntún lánguido del kultrung (tambor) y el lamento grave de los kull kull (cuerno de buey). Sonaban cascabeles y flautas, sonaba el relincho de los caballos y alrededor del muerto bailaban hombres y niños imitando el vuelo del treile. A pocos metros de la enramada, los niños, organizados intuitivamente en dos grupos, apretaban puñados de tierra que se lanzaban de un bando a otro en la escenificación de un enfrentamiento. Allá, dos se ocultaban, otro miraba desde lo alto de un montículo y, sigiloso, iba al encuentro sorpresivo por la retaguardia. Sonaban los gritos y las risas. De repente, uno más grande que los demás detuvo el enfrentamiento y fue a «rescatar» a otro muy chico, de no más de 80 centímetros de alto, que, entusiasmado por el juego, había quedado en medio de las bolas de tierra que volaban de un lado a otro; lo sacaron del lugar de combate y, una vez más, volvió el volar de tierra, el correr al encuentro, el retroceder frente a la avanzada del adversario, el enemigo, dirían allí.
–A ellos, a los pacos, a los ¡wingkas! (los carabineros, los no mapuche) –gritaban los que jugaban a ser guerreros mapuche.
Aunque entonces se divertían lanzando tierra, seguramente en el futuro cercano, ya no en juego, lo que volará silbando serán piedras de un lado y balas del otro. Se incendiarán camiones, arderán iglesias, se cerrarán caminos, seguirán avanzando los vehículos blindados con los cañones de los fusiles bien visibles. Los helicópteros anunciarán con el traqueteo de sus hélices que están ahí los carabineros, la fuerza del Estado, unos policías que más parecen militares en medio de una guerra interna. Avanzará el Comando Jungla, que según el presidente Piñera «no existe, es un invento o un nombre que le pusieron los medios de comunicación», pero que es una realidad de acuerdo con unos documentos del 2012 que se hicieron públicos tras las declaraciones presidenciales. El Comando Jungla existe en los registros y en La Araucanía. Existe y fue nombrado así en honor del grupo especial de la policía antinarcóticos colombiana que entrenó a los chilenos. El colombiano es un grupo de operaciones militares antisubversivas que se ocupa de la neutralización de laboratorios de procesamiento de cocaína, de la erradicación de cultivos de uso ilícito y de la lucha militar contra el crimen organizado. Existe el Comando Jungla en Colombia y en Chile. Pero en Colombia hay jungla y sigue, aún hoy, tras dos años de la dejación de armas de las FARC, un conflicto armado interno donde el uso de la fuerza durante más de 50 años desangró al país, donde todos los actores del conflicto, incluido por supuesto la policía y el ejército, violaron las reglas de la guerra y rompieron la vida de la gente, sobre todo de las comunidades indígenas, negras y campesinas.
La bala calibre 5.56 de fusil automático, una de las 23 que quedaron alojadas en el tractor que conducía Camilo, le entró por la nuca. Se dijo que fue un enfrentamiento, se habló de robo y de delincuentes. Se dijo que los carabineros del Comando Jungla que se encontraron con Camilo y el niño que iba junto a él no grabaron la acción con las cámaras que llevan siempre adheridas al casco. Se dijo que sí, que sí grabaron pero que destruyeron la memoria donde estaban alojados los videos porque había en ella imágenes «que lo comprometían [al carabinero] en lo familiar y personal». Se justificó aquel balazo, lo hizo el intendente, el general de carabineros, lo hizo el vicepresidente, el presidente, lo hizo la prensa, y los opinadores de las redes sociales. Se vieron los helicópteros y se escucharon las ráfagas en lo que fuera el antiguo fundo Alaska, en lo que fuera propiedad de la Forestal Mininco y que es hoy el Temucuicui mapuche.
En agosto del 2011 aquellas mismas casas, aquella misma tierra, se vieron, como tantas otras veces antes y después, iluminadas por el rojo de las bengalas. Una vez más la gente corrió a los cerros para resguardarse de las nubes de gas y se oyeron las ráfagas. Otra vez Temucuicui era una zona de guerra. Días después, estudiantes de liceo mapuche tomaron el edificio de la municipalidad de Ercilla. En los carteles colgados en rejas y paredes se leía: «No más militarización al pueblo mapuche. Libertad a los presos políticos mapuche».
Un Camilo Catrillanca de 15 años estaba sentado entonces junto a Fabián y Valeria, ejerciendo de werkenes o voceros del grupo de 30 estudiantes mapuche que llevaba ya ocho días ocupando el edificio para plantear exigencias con relación a su territorio. A los tres jóvenes se los veía sentados ceremoniosamente frente a un cartel encabezado con el dibujo infantil de un carabinero tachado, más abajo se leía: «Exigimos desmilitarización». Pedían que pararan la violencia, los allanamientos y la criminalización de las reivindicaciones de los derechos políticos y territoriales de las comunidadesmapuche en resistencia.
–Aquí hay excesivos carabineros, podemos ver que los colonos aquí están siendo resguardados por la fuerza policial, en este caso, y ellos son tan solo una familia, nosotros somos comunidad, somos pueblo mapuche que estamos siendo reprimidos, creemos que eso es muy injusto –decía Camilo en el 2011.
Los jóvenes voceros recordaban frente a la cámara que cuando suceden los destrozos y los allanamientos en sus comunidades no tienen a quién reclamar, decían que dentro del Estado se supone que «cuando te hacen algún daño, algún mal, uno va adonde ellos a reclamar, y ¿nosotros adónde vamos a reclamar si la misma autoridad nos está haciendo daño?». Camilo y los demás voceros no solo hablaron de los heridos, mencionaron escenas como aquella que luego se repetiría en el funeral de Camilo años después, donde los niños mapuche juegan a la guerra, se preparan para lo que viene, y, como diría Fabián, en la misma mesa que compartía con el Camilo de entonces: «Ellos juegan al carabinero y al mapuche, eso quiere decir que los carabineros matan y los mapuche mueren».
En el 2011 los jóvenes voceros querían desmilitarización, querían educación, querían más escuelas multiculturales, como el Liceo Técnico de Pailahueque, ese en el que estudiaba entonces Camilo, ese mismo liceo donde también estudió Alex Lemún, otro doloroso recuerdo del pueblo mapuche. Alex, de 17 años, fue asesinado en el 2002 por carabineros durante una protesta de su comunidad que reivindicaba el fundo Santa Elisa, propiedad de la Forestal Mininco.
Además de una cancha de fútbol, el Liceo de Pailahueque también tenía una para palín, el tradicional juego mapuche que se juega con el weño y una pelota de cuero, y un espacio designado para celebrar ceremonias mapuche como el lleyipún y el nguillatún. En el 2012, después de una crisis económica y administrativa, el liceo dejó de funcionar y, tras una seguidilla de rumores, un día la propiedad apareció pintada de verde y blanco. Llegaron los carabineros, las armas, los helicópteros de la Sección Aérea y los hombres de los Grupos de Operaciones Policiales Especiales (GOPE) destinados a «la zona de conflicto». Lo que fuera un liceo multicultural de repente se convirtió en una base de los carabineros asignados para confrontar a los mapuche. En aquella toma del 2011, antes de la desaparición del liceo, los jóvenes voceros, entre ellos Camilo, terminaban su intervención diciendo: «Si nosotros consiguiéramos la desmilitarización y no más allanamientos poder [podríamos] tener un mejor futuro para nuestra nación mapuche, qué quiere decir, que tendríamos una mejor comunicación, educación y poder [podríamos] ser libres, como deberíamos ser». «¡Autonomía para nuestra nación mapuche! ¡Marichiwew! (diez veces venceremos)», gritaron los tres jóvenes con los puños levantados, y su grito parece unirse a ese que sonó en el 2018, siete años después cuando enterraban a Camilo. Por los caminos de Temucuicui, precedidos por jinetes que hacían estallar cada tanto la pólvora, caminaba las comunidades de La Araucanía, de Santiago, de Valparaíso, de Los Ríos y de Los Lagos. Tras los jinetes venía el auto con el cuerpo de Camilo; venían los hombres y las mujeres. Banderas negras y banderas mapuche se agitaban por el weichafe asesinado. Weichafe, en el idioma mapudungun, es quien ejecuta la acción en la batalla, es el guerrero. Aunque hoy los weichafes ya no van a la confrontación con flechas, lanzas y macanas, aún se hacen escuchar con el bullicio de sus gritos y, en algunos casos, se hacen ver con las nubes de tierra que levantan los cascos de sus caballos. Camilo, además de hacer las veces de vocero como en aquella toma de la municipalidad, participó activamente en la toma de fundos para recuperar la tierra usurpada; era, como reiteraron los suyos en el funeral, un guerrero.
Mientras se desarrollaba el eluwun del waichafe (el funeral del guerrero Camilo), la solidaridad con la resistencia fue estallando en llamas y gritos en varias ciudades de Chile y fuera de sus fronteras. Frente al ataúd de Camilo se organizaron las autoridades, lonkos, machis, werkenes y waichafes (líderes, médicos, voceros y guerreros), para hablar del dolor por sus muertos.
–Yo no tengo miedo, no nací con miedo, porque hasta el miedo me lo robaron, desde el día que mi madre me parió me robaron el miedo, porque desde el vientre de mi madre hemos venido maltratados, judicializados, criminalizados. Aquí tenemos un hermano muerto, no lo mataron por asaltante, según decían, no lo mataron por ladrón. Fue una excusa del Estado para meterse a esta comunidad, porque aquí la gente defiende su dignidad.
La voz de la lonko Juana Calfunao no era la voz desalentada del abatimiento, allí nadie estaba desalentado. En las llanuras de lo que fuera un fundo de una empresa forestal en Temucuicui, lo que pesaba en el aire, el tufillo que se levantaba de los grupos de gente en torno a las ollas o la enramada, era otra cosa.
–El miedo ya no existe en nosotros, en los que estamos convencidos, y ese es el llamado, pu peñi y pu lamngen (hermanos y hermanas), a cada uno de los que todavía no creen en la resistencia de la nación [mapuche]. A qué le tienen miedo, de quiénes se ocultan, por qué se ocultan, ¿miedo a qué, pu pueñi y pu lamngen? Estamos quedando sin lo que es nuestro. […] Y para terminar, que a nuestros jóvenes no se les olvide quiénes son nuestros enemigos y que los enemigos, pu peñi, los verdaderos enemigos, no vivan en paz. ¡Marichiwew!
El iá, iá, iá, iáaaaaaaa sonó atronador tras las palabras del waichafe y werken Mijael Carbone.
Dos semanas después de la muerte de Camilo, ya se usa en los estrados la palabra homicidio, ya se inició un proceso judicial y prisión preventiva para los cuatro carabineros involucrados por los delitos de homicidio consumado de Camilo Catrillanca, homicidio frustrado del joven que acompañaba a Camilo en el momento de su muerte, y por el delito de obstrucción de la investigación, por aquellos videos que inicialmente se dijo que no existían y que al parecer fueron destruidos por los mismos carabineros. En la audiencia, con los videos de los cascos de otros carabineros que venían detrás de los que mataron a Camilo, se probó que la única arma que se disparó fue la de los carabineros; no hubo robo, no hubo confrontación, como se dijo.
Frente al cuerpo de Camilo, las autoridades le llamaron mártir, lo reivindicaron como weichafe de la nación mapuche. Hubo quien dijo que tenían que irse todos: el intendente, el ministro del Interior: «Tiene que irse el general que maneja a estos asesinos, a esos criminales».
No solo se habló de dolor, se habló del futuro. Se dijo que el waichafe lograría la energía necesaria para seguir combatiendo a los enemigos: al sistema y al Estado capitalista. Se dijo libre determinación, autogobierno. Se dijo marichiweupeñi Camilo, marichiweu por los mapuche, marichiweu por las futuras generaciones. Se dijo: ¡diez veces triunfaremos!
–¡Marichiweu!
–Iá, iá, iá, iáaaaaaaa.
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